Novedades editoriales

14 de junio de 2018

“Ser faraón no era un chollo, no podía ni tener sexo cuando quería”


Aunque 3.000 años parezcan una eternidad, el Egipto de los faraonestambién tuvo su inicio. Esta génesis no demasiado conocida ha sido la encargada de inaugurar el ciclo de conferencias organizado con motivo de la exposición ‘El Egipto de los faraones’ en el CaixaForum de Barcelona con piezas procedentes del British Museum.

A cargo del egiptólogo Josep Cervelló, director del Institut d’Estudis del Pròxim Orient Antic de la UAB, este primer encuentro con el antiguo Egipto se ha desarrollado bajo el cartel de ‘todas las entradas vendidas’, una situación que se repetirá en las próximas conferencias del ciclo, que ha coordinado la revista Historia y Vida para celebrar su 50 aniversario. “El mérito de este éxito es de los faraones”, bromeó Cervelló antes de entrar en materia y de dar la bienvenida también al centenar de personas que seguían la conferencia desde una pantalla en una sala anexa al auditorio.

¿Y por qué el mundo del antiguo Egipto genera esta expectación? No hay una única respuesta a tal fascinación, aunque, sin duda, vale la pena adentrarse a sus inicios para encontrar las primeras explicaciones, tal y como hizo el egiptólogo catalán este miércoles en Montjuïc.

Para ello, rebobinó en el tiempo hasta llegar al 5.000 a.C, época neolítica, cuando el valle del Nilo inició una economía de producción basada en la agricultura y la ganadería, en la que la sociedad todavía era igualitaria, sin jerarquía social. En ese momento empieza a forjarse una cultura unitaria en el alto Egipto que acabará imponiéndose en todo el país y que ya apunta aspectos identificativos de la civilización, como el culto a los difuntos, elajuar funerario, la momificación (aunque era natural, producida por la propia arena del desierto), e incluso la creencia en el más allá (tal y como demuestran los restos de comida encontrados en los entierros para garantizar la vida post mortem del fallecido). Y todavía más: los cuerpos se enterraban con la mirada hacia occidente, donde en época histórica se encontraría la entrada al reino de Osiris. Sin duda, todo tiene su inicio.

El origen de la figura del faraón no parece ser tan remota, aunque 4.000 a.C. tampoco son cuatro días. En esa época, conocida como la cultura de Nagada, empieza la jerarquización social. Unas estatuillas de barbudos y el hallazgo de algunas tumbas y ajuares más lujosos que el resto son signos inequívocos de ello, aunque solo se pude hablar de líderes, ya sean espirituales o de cacería.

Eso sí, en este período aparece otro elemento característico de la civilización egipcia: la máscara funeraria, aunque poco tenía que ver con la que adornó la cabeza de Tutankamón. “Los egiptólogos estamos hartos de verla en todas partes”, comenta jocoso Cervelló antes de añadir que, a pesar de conocerla al detalle, no deja de maravillarse cada vez que la visita en el Museo de El Cairo, lo que “refuerza la vocación”.

Una vocación, la de egiptólogo, con la que “no contaban los antiguos egipcios, que construían sus tumbas para que nadie las abriera”, ironiza Cervelló. Fue el caso de la tumba 100 de Hieracómpolis, actualmente perdida, pero que se documentó al detalle. Gracias a ello, se conocieron las primeras pinturas del arte egipcio y, lo que es tanto o más importante, aparecieron representaciones de lo que ya sí sería un rey.

Así pues, en el 3.400 a.C ya se puede hablar del “inicio del estado con un monarca que ostenta el monopolio legítimo de la coerción”, concluye el egiptólogo. En esta tumba también aparece iconografía que irá vinculada a partir de entonces a la figura del faraón, como es la imagen del monarca con una maza en una mano mientras que con la otra coge a enemigos vencidos a los que pretende masacrar.

En las tumbas de los reyes predinásticos irán emergiendo elementos que perdurarán a lo largo de la civilización, como es el caso de la primera escritura en la tumba U-j de Abidos. “Ya basta de decir que la escritura nació en Mesopotamia, lo hizo simultáneamente en Egipto”, advierte Cervelló antes de alertar sobre otro error recurrente: “no siempre se creó por finalidades administrativas como se acostumbra a explicar”.

En el 3.100 a.C ya se produce la unificación del alto y el bajo Egipto. Y también se conoce el nombre del primer rey de la primera dinastía: Narmer. Ha llegado hasta nuestros días una paleta que lo representa con la maza en la mano y golpeando a enemigos vencidos. La misma iconografía de siglos anteriores y que perdurará hasta el fin de los faraones. Incluso la reprodujeron los reyes griegos ptolomaicos. En esta paleta también aparecen otros motivos que tampoco abandonarán a los faraones: la cola de toro y el nombre de Horus del faraón. Luego se le añadirían hasta cuatro nombres más hasta que quedan así definidos en la V dinastía.

A pesar de que la civilización egipcia, la primera de la historia con un estado territorial, duró tres milenios, los primitivos símbolos que identifican al faraón nunca se dejaron de lado y siempre se fueron repitiendo, lo que servía para “legitimar a los faraones de las dinastías sucesivas”, analiza Cervelló.

Estos faraones se regían en tres grandes principios. Uno era el cósmico, ya que el rey se identificaba con el dios Horus, el halcón. Como él, sus ojos son el sol y la luna y sus alas la cúpula celeste. Si el faraón enfermaba o se equivocaba, repercutía en el cosmos. Es decir, “no podía hacer lo que le daba la gana”, advierte el egiptólogo desmitificando el poder absoluto que siempre se la ha dado teniendo en cuenta una concepción marxista del término. “No era un chollo ser faraón, debía cumplir con rituales diarios, incluso se dice que no comía ni practicaba sexo cuando quería” y “si había carestía, la culpa era de él”.

Otro principio elemental era el de la dualidad. Para que existiera una armonía, debía haber un equilibrio entre los polos opuestos. Es el caso de los dioses Horus (que simboliza el orden) y Seth (el caos). Esta dialéctica se muestra en el plano territorial con la existencia de dos egiptos: el alto (el valle del Nilo) y el bajo (el delta). El faraón llevaba dos coronas que representaban estos dos territorios.

El tercer principio era el solar, cuya manifestación más impactante son las pirámides y que representan la colina primordial (el Benben) que se encontraba bañada por el océano cósmico (el Nun) y de cuya cima partió un ave (el Bennu) que se convirtió en el sol. Las pirámides buscaban la trascendencia del faraón, ya que le permitían “subir al cielo y unirse al dios solar Ra”, explica Cervelló. Unas pirámides que no dejan a nadie indiferente, a pesar de los milenios que nos separan. Por ello, el egiptólogo finaliza con un consejo: “Se tiene que ir a Egipto una vez a la vida, como mínimo”.

Artículo: Sílvia Colomé.

Curso on-line