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18 de julio de 2014

El nacimiento de Egipto


Para su descanso eterno, los primeros reyes de Egipto eligieron una zona abrupta y desértica en la orilla occidental del Nilo en Abydos; una zona que hoy conocemos con el nombre de Umm el-Qaab. Pero, ¿por qué decidieron ser enterrados en este recóndito lugar? Encontramos la respuesta en la propia ideología de la realeza y la sociedad egipcias. En Abydos no sólo están sepultados los monarcas de las dinastías I y II, sino también sus predecesores, los reyes del período Protodinástico, que habían completado la unificación del país, de manera que los nuevos soberanos aparecían como sus continuadores. De esta forma, la ubicación de las tumbas reales justificaba el poder real y le confería legitimidad. Pero hay más. La arquitectura de las nuevas sepulturas faraónicas fue cambiando, en una evolución que simboliza el tránsito a un nuevo orden político, en el que el faraón asumió un lugar central. Las creencias sobre la muerte pasaron a reflejar una sociedad jerarquizada, presidida por el rey en virtud de su doble papel: como mediador entre dioses y mortales, y como garante del orden cósmico frente al caos.

Una corte bajo tierra

Bajo los primeros monarcas de la dinastía I (hacia 3065-2890 a.C.), las tumbas reales, excavadas en el suelo del desierto, estaban formadas por una cámara principal revestida de madera, que acogía el cuerpo del rey, y por diversas cámaras secundarias. Éstas también se utilizaban como enterramientos, y la calidad de los restos encontrados en ellas muestra la elevada posición social de las personas allí sepultadas. La estructura de estos complejos funerarios indica que la sepultura real y las demás fueron construidas y ocupadas a la vez; todas se cubrían cuando recibían los cuerpos de los difuntos. Resulta evidente que la élite egipcia, o una parte de ella, acompañaba a su rey en el viaje al Más Allá con la creencia de continuar a su servicio tras la muerte, pero ignoramos si estos enterramientos eran resultado de sacrificios rituales.

Además de su tumba, los tres primeros gobernantes del Egipto unificado (Aha, Djer y Djet) y la madre del cuarto, llamada Merneith, construyeron unos colosales recintos funerarios de adobe a un kilómetro de sus tumbas; el de Djer medía 100 metros de largo por 55 de ancho, y el muro que lo rodeaba, de hasta tres metros de espesor, pudo alcanzar ocho de altura. En el exterior, los muros de estos recintos estaban decorados con entrantes y salientes; en su interior, un inmenso espacio abierto albergaba capillas de culto al soberano difunto.

Durante la segunda mitad de la dinastía I, a partir del reinado de Den, hijo de Merneith, la cámara funeraria del rey –la mayor de Umm el-Qaab–se revistió de piedra y apareció un nuevo elemento: la escalera de acceso a la cámara, que permitía cubrir la sepultura real antes de la muerte del soberano. En un extremo de la tumba de Den había otra estancia subterránea dotada de una escalera independiente; en esta enigmática cámara se ha visto un precedente del serdab, el espacio que en los recintos funerarios del Imperio Antiguo alojaba la estatua delka o aliento vital del personaje fallecido.

Los cinco primeros monarcas de la dinastía II posiblemente fueron enterrados en Saqqara, 400 kilómetros Nilo abajo, pero sus dos últimos reyes, Peribsen y Jasejemuy, volvieron a construir sus tumbas y a levantar recintos funerarios en Abydos. Sin embargo, las tumbas de estos soberanos difieren significativamente de las de los reyes de la dinastía I. Continúan siendo estructuras subterráneas de adobe, pero las cámaras principales son de menor tamaño y cuentan con cámaras secundarias destinadas a almacenes. Y no hay otros enterramientos asociados a las sepulturas reales.

El recinto funerario de Peribsen es de tamaño similar al de sus predecesores, aunque el espesor de las paredes es mucho menor. La sepultura de su sucesor, Jasejemuy, muestra claros paralelismos con la del faraón que le siguió, Djoser, el primer rey de la dinastía III, con quien da comienzo el Imperio Antiguo. Djoser devolvió la necrópolis real a Saqqara y sumó las tradi-ciones funerarias anteriores: juntó en un solo complejo la tumba, el recinto funerario, las capillas y los almacenes, elementos que hasta entonces habían estado separados.

Aunque fueron saqueadas, las sepulturas reales de Abydos han proporcionado gran cantidad de datos sobre los primeros pasos de la civilización egipcia. Sus estancias subterráneas contenían todo lo necesario para una placentera existencia en el Más Allá, desde lujosos objetos de prestigio, como jarras de piedra finamente trabajadas, hasta alimentos, aceites, ungüentos y vestidos.

El país de las primeras dinastías

A pesar de la aparente unificación cultural y política del valle del Nilo (el Alto Egipto) y la zona del Delta (el Bajo Egipto), en el paso del IV al III milenio a.C. la mayor parte de los asentamientos están amurallados; muestran, además, falta de uniformidad en su planeamiento y diseño, lo que sugiere una importante iniciativa local y una débil autoridad central. Estos hechos nos hablan de un período convulso y peligroso. De hecho, en las bases de las estatuas de Jasejemuy aparecen inscripciones que muestran a enemigos derrotados, con las palabras: «Enemigos del norte 47.209», lo que sugiere una lucha enconada por dominar el Delta y el conjunto del país. La imposición de la autoridad real y la afirmación del poder real se manifestarían en las grandes construcciones de Jasejemuy, como el formidable templo que levantó en la ciudad de Hieracómpolis o su vasto recinto funerario en la necrópolis de Abydos.

El primer esplendor de Egipto

El nacimiento del reino unificado fue inseparable de la aparición, bajo las dinastías I y II, de la centralización política, la estratificación social, una potente economía y unas instituciones religiosas muy poderosas. Los títulos del faraón (como el de «Horus», dios halcón relacionado con el sol) indicaban el carácter divino de su cargo. Este rey-dios dirigía todas las actividades del país con la ayuda de una amplia burocracia, encabezada por el visir. Tal cargo está documentado desde la dinastía III, pero probablemente ya existía en tiempos de Narmer, el último soberano de la dinastía 0.

Los cada vez más numerosos funcionarios reales debían ser alimentados, y para ello el Estado se afanaba en recaudar impuestos en especie que se almacenaban, como los cereales, o bajo la forma de trabajo físico destinado a la realización de obras públicas, como canales de irrigación e incluso la construcción de la tumba del rey; a finales de la dinastía II, «la casa de la redistribución» repartía lo recaudado entre los empleados de la administración y los templos. En esta incipiente administración, el rey tenía en sus manos toda la riqueza del país, ya que controlaba con los impuestos el comercio local y dominaba directamente el comercio internacional, que había alcanzado gran amplitud.

Por debajo del rey, de los funcionarios y del personal de los templos se situaban los artesanos cualificados, y el estrato más bajo de la sociedad lo ocupaban ganaderos y agricultores. Fue el trabajo de estos humildes campesinos lo que hizo de Egipto una potencia mundial ya desde la dinastía I. El laboreo de las tierras en las que el Nilo depositaba su fértil limo durante la crecida anual del río producía los excedentes agrícolas necesarios para el sustento de burócratas y soldados, y para alimentar el comercio.

En Abydos, cinco mil años después de su construcción, las tumbas y los gruesos muros de adobe levantados por los reyes de aquel país poderoso y respetado siguen desafiando el polvo del desierto. Allí, escondido en una oquedad de la sepultura de Djer, se halló en el año 1900 un brazo envuelto en lino y ricamente adornado con brazaletes con cuentas de turquesa, amatista, lapislázuli y oro. Probablemente perteneció al propio soberano, ya que las cuentas de una de las pulseras tienen forma de serej, la representación simbólica de la fachada del palacio real. El brazo de quien un día rigió los destinos del primer Estado de la historia desapareció después de que Émile Brugsch, conservador del Museo de El Cairo, se quedase con las pulseras y se desprendiera de los huesos y las vendas por considerar que carecían de interés.

Artículo: Paulino Vicente Amat (National Geographic).

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