Novedades editoriales

5 de abril de 2013

En la tumba de Tutankamón


Probablemente, ningún otro cementerio de esta importancia se encuentre situado en un lugar tan excepcional como las tumbas de los reyes egipcios en Tebas.

Frente al templo de Karnak, en la orilla occidental del Nilo, el horizonte aparece quebrado por abruptos acantilados calizos cuyo color varía de hora en hora. Aquí la naturaleza cambia su tez según va transcurriendo el día: comienza suavemente seductora bajo el vaporoso velo producido por esas candilejas que son los primeros rayos del sol; pasa a mostrarse inclemente bajo el feroz foco de luz del mediodía y termina oscuramente misteriosa bajo el incandescente cielo del atardecer. La monotonía de ricos campos que tan familiar resulta en el llano delta del Bajo Egipto da paso aquí a los áridos y baldíos terrenos en los cuales ladrones de tumbas y científicos llevan tanto tiempo buscando los lugares donde se ocultan los faraones.

Diez mil turistas se han arremolinado en el lugar donde acaba de realizarse el último descubrimiento. Otros arqueólogos que buscaban en el pajar de caliza de El-Qurn esa aguja que es la entrada a la tumba real de Tutankamón llegaron a pocos pasos del lugar donde, al cabo de dieciséis años de esfuerzos, lord Carnarvon y Mr. Howard Carter hallaron su recompensa.

Un montón de botellas vacías de agua mineral, justo al otro lado del estrecho camino, señala el punto donde Theodore M. Davis y Arthur Weigall detuvieron sus trabajos tras haber descubierto la tumba de la reina Tiy. Más allá, casi en línea recta, se encuentra la tumba de Horemheb, sucesor de Tutankamón. Para entrar en ella saltaron por la parte superior de la oculta entrada a la mayor cámara del tesoro hollada por arqueólogos, cientos de años después de que unos ladrones de tumbas huyeran de allí presas del miedo. Tanto en el tiempo como en el espacio, Mr. Davies, el excavador norteamericano a quien tantos descubrimientos se deben, encuadró la tumba que hoy día es el centro de todas las miradas.

Tutankamón es el rey que retornó al seno de Amón, dios de Tebas, restableciendo allí la residencia real después de que su suegro Akenatón, o Amenofis IV (escrito también Amenhotep), tras haber cortado de forma espectacular con el poderoso sacerdocio de esta ciudad, trasladara su capital a Tell el-Amarna. Como agradecimiento por este retorno, que encaminó hacia Tebas las futuras glorias de Seti I y Ramsés II, amén de conservar la hegemonía espiritual de los sacerdotes locales hasta que pudieron hacerse también con el poder temporal, el rey Tutankamón fue enviado a su viaje por el otro mundo equipado con unos vasos y un ajuar funerario como nunca antes se había descubierto.

Resulta poco probable que la propia tumba, comparativamente pequeña, llegue a tener algo más que un interés pasajero; pero el rico conjunto de raros y valiosos bienes funerarios que llenaban a rebosar el lugar donde se ocultaba Tutankamón contiene seguramente maravillas del lejano pasado como nunca antes haya visto el hombre moderno.

Llegué a Luxor el 17 de febrero, crucé el río y me dirigí a pie hacia las tumbas de los reyes. Habían pasado casi once años desde la última vez que las visité, pero mis recuerdos del acontecimiento son vívidos. (…) Esta vez no me apresuré hacia mi objetivo. Quería caminar lentamente y con calma, intercambiar saludos en árabe con jóvenes aldeanas de blanca sonrisa, sentir el sol de África contra mi espalda y ver pasar a los rígidos camellos camino de los cañaverales.

A pie, camino del valle de las tumbas.

El frescor de la mañana todavía flotaba en el aire. Grupos de prisioneros alisaban y rociaban con agua el camino que su majestad Isabel, la reina de los belgas, iba a utilizar a la mañana siguiente cuando llegara para realizar la primera visita regia a Tutankamón en más de treinta siglos. (…)

Mientras atravesaba un poblado de paredes de barro cuyas estrechas callejas se encontraban casi a oscuras bajo esa cálida luz carente de capacidad reflectora, una niña de unos diez años dejó de pelar con sus resplandecientes dientes una caña de azúcar para desearme un día dichoso y ofrecerme compartir sus reservas.

(…) Me detuve a almorzar en una cantina cerca del templo construido por Hatshepsut, la hermana, esposa y reina de Tutmosis II. En el valle, una hilera de vagonetas descargaban basura en lo alto de la empinada pendiente.

En el lateral del muro que forma la delgada partición entre esta cañada y el anfiteatro de las tumbas de los reyes, cientos de hombres y niños estaban trabajando para el Museo Metropolitano de Nueva York. Se detuvieron a comer sus magros almuerzos entre los montones de tierra donde habían estado trabanjado duro. (…)

La espera en la tumba.

El sol del mediodía picaba e iba camino de quemar. Me eché mi pesada cámara al hombro y comencé a subir el empinado camino. Así es como uno debe acercarse a ese infierno en las colinas donde se escondieron los más grandes faraones y en el cual no más de dos o tres yacen sin haber sido tocados por la mano del hombre moderno.

Mientras dejaba atrás la tumba de Seti I y giraba hacia la entrada inferior del valle vi a lo lejos una pequeña tienda blanca, una garita de madera para el guarda armado, el revoltijo de maderas que utilizan los arqueólogos y el muro nuevo de piedras irregulares que oculta la entrada al mausoleo de Tutankamón.

Había dos corresponsales sentados, y otro más vagabundeaba por allí a la espera de noticias. Llevaban semanas esperando bajo la deslumbrante luz del sol, obligados por la fuerza de las circunstancias a ser detectives más que escribas; pues, de forma repentina y sin avisar, algún maravilloso tesoro podía ser sacado en su tosco, pero manejable, transporte, pa­­ra ser conducido apresuradamente a otra tumba utilizada como almacén y laboratorio de conservación.

De vez en cuando, algún rumor se escapaba de la entrada para ser evaluado y considerado antes de ser descartado o confiado al telégrafo.

También había por allí un fotógrafo de prensa, vestido con un tarbooshpara hacerse menos conspicuo entre la masa de musulmanes. (…)

Estos son los hombres que intentan informar al mundo de las últimas noticias relativas a este gran descubrimiento.

Un aire de misterio, incluso a plena luz del día.

Este cementerio sobrecalentado, que al día siguiente sería el escenario de una recepción y un pic-nic para la realeza, era un lugar silencioso. Los corresponsales hablaban en cuchicheos, como si una charla en voz alta fuera a violar los secretos del lugar. Un aire de misterio flotaba pesadamente sobre el paraje, como solo un misterio puede hacerlo a plena luz del día. (…)

Felicidad y tensión el día de la apertura oficial.

Tras la cena me senté en el vestíbulo del gran hotel turístico de Luxor y observé la tragicomedia de la víspera de la apertura oficial, donde la alegría de Bruselas el día antes de Waterloo se combinaba con una tensión que era evidente para todos.

No toda la tensión se encontraba del lado de los ansiosos reporteros que tanto tiempo llevaban enfrascados en una enervante lucha por conseguir noticias; pues estos se habían adelantado a los mismísimos excavadores a la hora de contarle al mundo que el muro que conducía a la cámara interior había sido horadado el día antes y se había podido ver el esperado sarcófago. (…)

Preparativos para los regios visitantes de la tumba.

El domingo, a primera hora de la mañana, cabalgué hacia el lugar de la apertura oficial. Por el momento solo habían llegado unos pocos visitantes, pero el escenario estaba dispuesto para el gran acontecimiento del día.

A la izquierda se encontraba la tumba de Ramsés IX, en cuyo umbrío corredor, la sultana y los funcionarios egipcios aguardarían después la llegada de la reina belga. Justo más allá, una empinada escalera conducía a la tumba sin importancia a la que fue conducida desde Tell el-Amarna la momia del rey hereje Akenatón, a quien Manetón se negó a mencionar.

A la mañana siguiente de la apertura oficial, el corresponsal de National Geographic sale de la tumba de Tutankamón.

La tumba de Akenaton, utilizada como cuarto oscuro del fotógrafo.

Si el espíritu del gobernante que intentó liberar a su pueblo del modo de hacer de los sacerdotes y de unas manidas convenciones para establecer el monoteísmo en su imperio siguiera rondando por el lugar, ¡qué estaría sintiendo ahora! Pues su tumba estaba siendo utilizada como cuarto oscuro por el fotógrafo oficial, bajo cuya luz roja revelaba extrañas imágenes de los tesoros que se estaban encontrando al otro lado del camino… hallazgos de una magnificencia desconocida por Akenatón.

(…) Según aumentaba la temperatura de la jornada, fueron llegando pequeños grupos de visitantes; pero como no se había pretendido convertir esto en una fiesta popular, la multitud nunca llegó a contar con más de 200 personas. (…)

La Reina entra en la tumba.

Entonces llegó lord Allenby en su automóvil, para situarse cerca de la barrera y dar la bienvenida a la reina.

Llegó un vehículo; descendió una figura vestida de blanco; hubo numerosas presentaciones, especialmente a los funcionarios egipcios presentes, y la reina, con Mr. Carter abriendo camino, lord Carnarvon a su izquierda y con la hija de este justo detrás, bajó la pendiente que conduce a la boca de la tumba. Al cabo de unos instantes, su majestad había penetrado en el umbrío portal tras el cual Tutankamón, si en verdad su momia se encuentra bajo ese inmenso baldaquino dorado, esperaba silencioso su llegada.

El siguiente detalle de verdadero interés fue el polvo visible en la espalda de lord Allenby cuando salió, quizá media hora después. Un hombre no llega al desierto con un inmaculado clavel en la solapa y luego se mancha de polvo la espalda accidentalmente. El sarcófago llena la cámara tan completamente, que el distinguido inglés tuvo que arrimarse a la pared para poder llegar a la esquina.

Una vista del interior de la tumba.

El lunes, el día después de la apertura oficial, entré en la tumba formando parte del primer reducido grupo de corresponsales.

Fue un coleccionista de sellos en Beirut quien me hizo comprender las precauciones adoptadas por los excavadores el primer día, cuando la entrada interior fue revelada a los corresponsales. Cuando hice amago de coger uno de sus tesoros con la mano desnuda casi gritó de dolor. Rápidamente me pasó unas delicadas pinzas con las cuales pude examinar el sello a placer. (…)

Había entre nosotros algunos que eran capaces de comprender gran parte de lo que observamos; pero mi estudio de los tesoros egipcios había tenido lugar de forma apresurada hacía más de diez años.

Esto es lo que vi:

Unas empinadas escaleras conducían a una pendiente que terminaba en una puerta de hierro nueva, tras la cual había una fuerte luz. En esos días, las tumbas del Valle de los Reyes casi podían publicitarse anunciando: “Dotadas de los últimos adelantos”, pues varias de ellas han sido provistas de iluminación para mayor comodidad de los visitantes, y Mr. Burton, para poder realizar su trabajo fotográfico oficial, posee una lámpara eléctrica de alta energía que iluminaba la primera cámara en la que entramos como si estuviera a plena luz del día.

Justo detrás de esa luz, apantallada por un tosco tablero, se encontraba una de las dos figuras de tamaño casi natural. Rígida por culpa del artista, e indefensa en su vano intento por proteger de pie la tumba real, lleva una maza dorada en una mano y un largo bastón también dorado en la otra, con un guardamano en forma de hoja de palma bajo el puño. Las partes de la estatua que representan la piel son oscuras, casi negras, color que en el arte egipcio diferencia la figura masculina de la femenina.

Las fotografías oficiales de esta estatua y su gemela, situada frente a ella al otro lado de la puerta, en el extremo derecho de la cámara transversal, hacen fútil la descripción de estas figuras guardianas. (…) Mirándose una a otra a través del espacio sobre el que supuestamente habían de formar una barrera, las estatuas tienen un aspecto ausente…, mientras nos miran desde el siglo XIV antes de Cristo. (…)

Una decoración maravillosa en el sarcófago.

Entre estas dos estatuas se encuentra la entrada a la cámara interior, bloqueada con tablones nuevos, de tal modo que nadie pueda pasar a la cámara propiamente dicha.

La distancia entre el inmenso sarcófago y los toscos muros es tan escasa, que uno tendría que pasar con cuidado. Tableros nuevos, separados del sarcófago mediante suaves protecciones, resguardaban esa esquina de la enorme caja en la cual se espera que repose Tutankamón. Resulta evidente que, después de que lord Allenby se ensuciara la espalda, se adoptaron nuevas precauciones para proteger esta incomparable reliquia del pasado.

Las palabras no bastan para describir el efecto de la decoración de esta gran caja, de la cual solo es visible una esquina. Los ojos secretos te miran llenos de reproche a media altura del borde del lado derecho, y una serpiente agita impotente sus anillos desde unos convenientes pliegues cerca de la parte superior.

La estructura parece ser de madera, cubierta con pan de oro, o de oro algo más grueso, que es bastante brillante y tiene un delicado friso de lapislázuli o esmalte de fayenza que la cruza. (…)

Si bien la vista de la cámara interior, en cuyo muro derecho hay una pequeña, pero colorida decoración mural, fue tan decepcionante en extensión como satisfactoria en cuanto a calidad, la vista de la cámara en la que nos encontrábamos fue un gran desencanto.

La enorme cantidad de tesoros que había atestado esta cámara había sido desa­­lojada, dejándola prácticamente vacía. A la derecha, las dos estatuas guardianas del rey, que no podían proteger sus marchitas formas; a la izquierda, unos pocos tesoros, incluidos dos vasos de alabastro (…). Cerca de la parte inferior del rincón izquierdo del muro posterior, una pequeña barrera de delgados tableros impide ver la cámara que hay más allá, sobre la cual corre el rumor de que está repleta hasta el techo de ofrendas funerarias.

Conversación dentro de la tumba.

(…) Antes de salir escuché por casualidad dos comentarios. Un hombre de la asociación de la prensa estaba discutiendo con el superintendente sobre la decoración del sarcófago:

–Es un horrible art nouveau.

–Sí, muy Luis XIV, replicó el superintendente.

–Supongo que, si la momia está allí dentro, llevará algunas joyas exquisitas, dijo una dama presente.

–Si está intacta, llevará más adornos que un floreciente maharajá, fue la respuesta. (…)

De vuelta a Luxor.

Cabalgué de vuelta hacia Luxor. Los ghaffirs, que tan derechos lucían ayer cuando pasaba la reina, ahora se acuclillaban en el polvo. (…) Un tren de caña de azúcar anuncia con un silbido su salida hacia Armant, y la misma niña que hace dos días se ofreció a compartir su caña de azúcar con un vagabundo a pie viene ahora a pedirme baksheesh mientras voy montado sobre Marconi [un burro], cuya longitud de onda era corta e irregular.

En el Nilo se balanceaba una fea embarcación con velas de mariposa de un blanco inmaculado. Las buganvillas de la orilla, una vívida masa de púrpura contra los muros amarillos del gran hotel, contrastaban con las polvorientas columnatas del templo de Luxor al otro lado del río. Según alcanzo el embarcadero puedo oler el café que están haciendo los arrieros de burros en sus burdos refugios de caña.

Cruzamos el Nilo de ese particular modo que pone las lejanas colinas en movimiento alrededor de cada punto de su orilla, y llegamos inmersos en el glorioso atardecer al gris embarcadero de Luxor, repleto de turistas de los grandes hoteles y de tres vapores que acababan de arribar.

Entré en una tienda para dejar mis rollos de película y me di cuenta de que la influencia de Tutankamón todavía se dejaba sentir en el mundo, porque una mujer de blanco estaba diciendo:

–Espero que consigamos un pase, porque me vuelven loca las momias, y dicen que esta será la mejor de todas.

Pero la momia de Tutankamón, en caso de que esté esperando allí, mirando con ojos ciegos la tapa que no tardará en ser levantada, todavía no ha sido liberada de las ataduras de la tumba a la cual fue conducida por sus amigos para preservar su cuerpo y protegerlo del mundo.

Artículo: Maynard Owen Williams.

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