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16 de mayo de 2011

Giovanni Belzoni: de forzudo de circo a cazatesoros


La semana pasada hacíamos un rápido y breve repaso por el comienzo de la Egiptología científica. Concebida como una búsqueda de objetos –o de tesoros, como dirían algunos– era, vista por nuestros ojos contemporáneos, una rapiña de la cultura material de tiempos de los faraones. Los diferentes cónsules, como Drovetti, Minaut o Savatier no tuvieron escrúpulos en despojar y saquear gracias a los “firmanes” con el fin de lucrarse. El punto positivo de todo esto lo encontramos en que los diferentes investigadores europeos que no podían viajar a Egipto tenían materiales mucho más cerca, posibilitando el progreso en la investigación.

El mismo desciframiento de la escritura jeroglífica comenzó en Europa gracias a los múltiples epígrafes, papiros y calcos de las colecciones reales y privadas. En cualquier caso, los objetos y reliquias no afluyeron solos a las naciones europeas. Los mandatarios y personas que trabajaban en Egipto necesitaron de “agentes de campo” que les suministraran información y piezas. Éstos, formando un grupo heterogéneo entre arqueólogos/anticuarios y meros cazatesoros, incluyeron personas de lo más dispares. Para cumplir con su trabajo, en general, era menester demostrar una viva inteligencia, conocimientos históricos –o al menos del gusto del coleccionismo del momento- y mucho don de gentes. Entre los que descollaron como poseedores de algunas de estas virtudes en grado sumo tenemos al “gigante”: Belzoni.

El gigante, el hombre

Giovanni Battista Belzoni, en origen Bolzon, nació en Padua en 1778. De familia con escasos recursos –tuvo además trece hermanos- tuvo que marchar a Roma, de donde procedían sus ancestros, con dieciséis años para ganarse la vida. Así comenzaría una serie de viajes que le acabarían llevando a Egipto. Viviendo como podía en la ciudad de las Siete Colinas, tuvo que marchar a Londres en 1798, justo cuando pensaba ingresar como fraile. Allí, gracias a su enorme tamaño –se dice que medía dos metros de altura– y fuerza se dedicó al mundo del espectáculo, haciendo de hombre forzudo en un circo. El “Sansón de la Patagonia” exhibió su fuerza en tierras británicas, lusas y españolas, llegando a Malta en 1814. Y mientras asombraba a la audiencia con sus proezas cultivaba su cerebro estudiando ingeniería, algo que llamó la atención de un agente de Mehmet Alí. Sus conocimientos en hidráulica iban a ser muy necesarios para el país, por lo que abandonó el circo y marcho a Egipto. Comenzaba su carrera en la Egiptología.

Belzoni conoce el Nilo

Durante más de un año trabajó en un ingenio para facilitar el riego. La idea era superar a las máquinas que funcionaban en ese momento –“saquieh”-, pero sufrió el rechazo del líder egipcio. Belzoni, en su “Voyages en Égypte et en Nubie”, achacó el fracaso a la mala calidad de sus materiales y a ciertas “trampas” de sus competidores. El disgusto no sólo radicaba por perder un contrato. Sin trabajo y con unos ahorros agotados se veía en la miseria. Afortunadamente su buen hacer con la gente le ganó la amistad con un banquero inglés, William John Bankes y con Johann Ludwing Burckhardt –un auténtico explorador del siglo XIX–. Gracias a ellos acabó contactando con Henry Salt, que le encargó el traslado de un enorme busto de Ramsés II –conocido como el joven Memnon- al puerto de Alejandría. Desde el Memnonium –la denominación de la época para el Rameseum- hasta el Norte el camino debía discurrir por el Nilo, pero aún así las maniobras de carga y descarga suponían un gran problema.

La pieza en cuestión, que era un fragmento de una escultura mayor, medía más de dos metros de altura y pesaba más de 7 toneladas. Moverla sin cuidado podía fragmentarla y las operaciones para trasladarla al barco fluvial y cargarla en la nave que la trasladaría a Londres iban a ser lentas hasta la desesperación. Con 80 obreros a su cargo, Belzoni, arrastró el busto –a razón de 120 metros por día- y se llevó algunas piezas más –entre ellas nada menos que 18 estatuas con cabeza de león- recogiendo el proceso no sólo en sus escritos sino también con sus magníficas acuarelas. Salt, impresionado, le encargó reunir colecciones para su posterior venta.

A lo largo de su fructífera carrera los objetos que pudo reunir le posibilitaron sobrevivir, pero sobre todo viajar y explorar. En 1815 era uno de los primeros europeos –su amigo Burckhardt se le adelantó- en llegar a Abu Simbel. Parece que sí consiguió la primacía en la visita del interior, aunque le decepcionó sobremanera. Un lugar de semejantes proporciones tenía que haber contado con tesoros más suculentos. Este suceso se repetiría en su exploración de la pirámide de Kefrén o en el Oráculo de Júpiter Amón –el lugar donde Alejandro fue revelado como hijo de Zeus-. Y es que no conviene olvidar que estamos ante un aventurero –en plena época del Romanticismo- en busca de piezas para vender y para demostrar sus “gestas”. Así se puede entender que al visitar el Valle de los Reyes, descubriendo varios sepulcros, expoliara las tumbas de Ay, Ramsés I, Seti I –donde encontró el misterioso pozo que no pudo recorrer en su totalidad-, Merneptah y Amenhotep III.

También se dedicó a lo mismo en los templos de Edfu y Elefantina y en Filé y en Luxor sus conocimientos de ingeniería le sirvieron para transportar un enorme obelisco –adelantándose a Drovetti- y dos estatuas gigantes sedentes de Ramsés II. Con una enorme cantidad de “medallas” regresó a Londres en 1819 donde disfrutó de cierto reconocimiento y fama ante las exposiciones de sus piezas –que también paseó por Francia en 1822- y la publicación de sus escritos relativos a sus exploraciones, que sufrieron varias reediciones, fruto de su éxito, en sus primeros años.

No todo era hermoso

A pesar de tener fama y respeto por la gran masa popular, sus finanzas no eran nada buenas y su futuro se mostraba incierto. Su amigo Burckhardt le convenció de seguir probando fortuna en África y él aceptó. Desembarcando en Marruecos en 1823, siguió hacia el Sur, pero unos problemas obligaron a su devota esposa a regresar a Inglaterra y a él a desviarse a las Islas Canarias. Allí consiguió transporte para el Golfo de Guinea. Busca el curso del río Níger para explorarlo y encontrar la mítica ciudad de Tombuktú. Mas el destino no quiso que siguiera su viaje. En la aldea de Gwato contrajo una enfermedad y falleció el 3 de Diciembre de 1823. Su viuda tendría que vivir el resto de sus días en la más absoluta pobreza.

La vida de este hombre, propia de una película, representa muchas luces pero también múltiples sombras. Como antes he afirmado, gracias a él hubo un gran número de artefactos que pudieron ser estudiados por los europeos sin tener que trasladarse a Egipto. Pero el problema eterno de estos anticuarios y cazatesoros –que son dos grupos separados entre sí- es que carecían y carecen de interés por la Historia global. Lo que se pretendía era lo bonito, lo grande y lo que pudiera ser admirado. El contexto, es decir, el espacio material y conceptual de los objetos –o dicho de otro modo el porqué de su razón de ser- también se ignoraba, pero en este caso es más grave. Belzoni no dudó en emplear cualquier método para llevarse sus tesoros. Pico, pala y barrenos fueron también sus herramientas arruinando parcialmente los lugares por los que pasaba. Por ello, aunque despierta no pocas simpatías por lo aventurero de su vida, muchos egiptólogo recuerdan que no estamos ante un historiador sino ante un cazatesoros. Los profesionales como tales todavía tardarían en llegar.

Artículo: Ignacio Monzón.

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