Una muerte en extrañas circunstancias y una desafortunada cadena de coincidencias son el origen de la más inquietante de las leyendas sobre Egipto que se conocen. Imagínese. El Cairo, 4 de noviembre de 1922. Un explorador llamado Howard Carter revisa sus notas mientras asume el poco tiempo que le queda para obtener el único éxito que justificaría cinco caros años de excavaciones en el Valle de los Reyes.
Fue entonces cuando los gritos de uno de sus ayudantes le sacaron del letargo. A pocos metros de su estudio improvisado en mitad del desierto apareció un escalón antes sepultado bajo la arena. Éste fue el primer peldaño hacia lo que sería uno de los mayores descubrimientos arqueológicos de la historia del siglo XX: la tumba del faraón niño Tutankamón.
«Encontraron en un lugar que se creía totalmente rastreado una tumba real prácticamente intacta y una cámara funeraria tal y como la habían dejado los sirvientes del faraón 3.300 años antes. Fue un hallazgo maravilloso que nadie se podía imaginar», relata el presidente de la Asociación Española de Egiptología, Rafael Agustí. Se trataba de un tesoro compuesto por más de 5.000 piezas, entre extravagantes camas con forma de animal, diademas adornadas con los símbolos reales, pequeños tronos para un semidiós de tan sólo ocho años o carros ceremoniales con relieves que narraban las hazañas de su dueño. Y sobre todos estos objetos preciosos, un sarcófago hecho con 140 kilos de oro macizo y una máscara funeraria considerada después como una de las obras de arte más bellas de todos los tiempos.
La noticia corre como la pólvora. «Realizado al fin maravilloso descubrimiento en el Valle. Magnífica tumba con los sellos intactos. Esperamos su llegada. Enhorabuena». Éste es el telegrama que envía el descubridor a su mecenas George Edward Herbert, quinto conde de Carnarvon, que viaja poco después a Egipto para ver con sus propios ojos el hallazgo.
Sin embargo, un acontecimiento fortuito oscurece el ánimo de algunos de los obreros que trabajaban en la excavación. Días antes de romper el sello de la entrada a las cámaras mortuorias, el canario que hacía compañía al solitario Howard Carter es devorado por una cobra, el animal que simboliza el poder ultraterreno del faraón «Tut». Una vez que Lord Carnarvon llega a El Cairo, este mal presagio no impide que se abra la tumba. El acontecimiento es anunciado para todo el mundo por el periódico británico «Times», al que el aristócrata había vendido la exclusiva de la noticia para reponer sus arcas, maltrechas tras largas campañas de excavaciones sin recompensa. «Realmente no hay nada de cierto en lo que se popularizó como la maldición de Tutankamón», según cuenta la arqueóloga Esther Pons, comisaria de la exposición «Tutankamón. La tumba y sus tesoros», que se puede visitar hasta el 17 de octubre en Madrid.
No obstante, esta experta reconoce que, tras la apertura de la tumba, acaecieron hechos «que no tienen una explicación clara». A Lord Carnarvon le picó un mosquito le provocó erisipela, una herida que se infectó al cortarse con una navaja de afeitar y que derivó en una grave infección sanguínea. Una extraña neumonía complicó la situación y aceleró el proceso que acabaría con su vida el 5 de abril de 1923, apenas cinco meses después de haberse interrumpido el descanso del faraón.
Hongos peligrosos
El responsable de una enfermedad respiratoria de este calibre podría ser un pequeño hongo denominado «aspergillus nigger», asiduo huésped de lugares cerrados y con humedad, como las tumbas de los faraones. Según explica el doctor Manuel Cuenca, experto micólogo de la Sociedad Española de Enfermedades Infecciosas y Microbiología (SEIMC): «Hay cientos de especies que pueden vivir en ambientes con determinadas condiciones de humedad, luz y temperatura y proliferar en ellos».
Los «aspergillus son los candidatos perfectos para provocar infecciones oportunistas que, en personas inmunodeprimidas, pueden causar sinusitis, otitis e, incluso, neumonía», explica Cuenca. En casos como el de Carnarvon, con un frágil estado de salud tras varios accidentes automovilísticos en Inglaterra, estos hongos podrían haber sido el desencadenante de su muerte, el acontecimiento que dio el pistoletazo de salida a la vorágine en la que periódicos de todo el mundo abrían casi a diario sus ediciones hablando sobre la maldición de Tutankamón.
Muertes ¿inexplicables?
Personajes como el afamado escritor Sir Arthur Conan Doyle, creador de la saga de Sherlock Holmes, fue uno de los primeros en declararse creyente de la maldición y en dar popularidad al mito. En los salones de té y clubes de caballeros no se hablaba de otra cosa. Algunos decían que las luces de El Cairo se apagaron misteriosamente minutos después de la muerte de Lord Carnarvon, como una muestra de la ira divina. Otros comentaban que, en ese mismo instante, la perra del aristócrata cayó fulminada sin motivo aparente en el castillo inglés de Highclere. Meses después, las muertes de varios ayudantes de Carter siguieron alimentando el miedo entre las mentes más impresionables.
«También murieron varios obreros mientras se estaba excavando», recuerda Esther Pons. Los apuntes de Carter sobre el descubrimiento describían la presencia de materiales orgánicos y moho en las paredes. Según explica la arqueóloga, «un habitáculo de este tipo nunca está totalmente cerrado. De hecho, muchas veces entran murciélagos y hacen sus necesidades allí. El polvo que se origina sobre ellas sí que puede dañar los pulmones; esto podría ser lo que acabó con los trabajadores y no una maldición».
A lo que se refiere Pons es al hongo «histoplasma». El doctor Cuenca precisa que este microorganismo, poco frecuente en regiones áridas como Egipto, «puede generar infecciones en personas sanas. Digamos que de cada cien personas que inhalan el “histoplasma”, un cinco por ciento desarrolla una infección grave que puede poner en peligro su vida; el otro 95 por ciento presenta una infección muy leve, parecida a un catarro, aunque puede presentar complicaciones crónicas en el futuro».
Además de estos microscópicos asesinos a sueldo del faraón, los historiadores también hablan de una misteriosa tablilla a las puertas de la tumba en la que Tutankamón avisaba a los profanadores de las consecuencias de su sacrilegio. «Hay una tablilla de arcilla de la que todo el mundo habla y que aparece mencionada por varios autores», reconoce el presidente de los egiptólogos españoles. Sin embargo, dice que nadie la ha visto, nunca estuvo catalogada y que no existe ningún documento gráfico que dé fe de su existencia. «La muerte golpeará con sus alas a aquel que perturbe el descanso del faraón», rezaba la supuesta tablilla. «Los egipcios –explica Agustí– conocían el arte de maldecir, la magia simpática. Incluso se sabe que las personajes influyentes de la época escribían el nombre de sus enemigos en una tabla de arcilla o sobre fragmentos de piedra caliza para después romperlas y condenar a la mala suerte a sus adversarios. Pero no empleaban estos métodos para asegurar las tumbas porque sabían que no servía para nada; el pueblo pasaba hambre y en cualquier caso los ladrones, a la hora de decidir si entrar o no en una tumba, temían más a los castigos físicos de los vigilantes que a una posible maldición procedente del más allá».
Mito o realidad, lo cierto es que la maldición de Tutankamón parece ser el resultado de varias coincidencias, algunas medias verdades y muchas grandes mentiras. El eco de la leyenda llega intacto a nuestros días. De eso se han encargado películas como «La Momia» o «La maldición del Rey Tut» , en cuyo rodaje se sucedieron acontecimientos inexplicables que fueron relacionados con el misterio.
También han seguido echando leña al fuego otros sucesos oscuros, como la muerte accidental de uno de los directores egipcios de antigüedades que autorizó la salida de los tesoros de «Tut» a una exposición en París o los seis infartos que sufrió uno de los ingenieros del vuelo que sacó los efectos reales de El Cairo y osó burlarse de las habladurías sobre el joven mandatario.
Así fue como el último faraón de la décimosexta dinastía, nacido bajo la sombra de predecesores de la talla de Ramsés II o de su propio padre, Akenatón, se convirtió en el rey de Egipto más famoso y temido de todos los tiempos. La maldición ha supuesto para él una protección envidiable, que para sí hubieran querido los grandes gobernantes del país del Nilo.
Ni victorias, ni pirámides colosales o decisiones revolucionarias lograron para sus artífices lo que un mosquito, el azar y una guerra de titulares consiguieron para Tutankamón: la vida eterna.
Artículo: Cristina Sánchez / Javier Leo.