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6 de agosto de 2018

Cita con la momia de la mala suerte


“¿Propósito de la visita?”. Tengo una cita con una momia. La funcionaria del control de inmigración del aeropuerto de Gatwick ha alzado una ceja y me ha observado fijamente retándome a que le siguiera tomando el pelo. Pero, aunque me retracto en seguida para no buscarme líos (bastante apuro es llevar en el pasaporte aún un visado para Siria), es verdad: tengo una cita en Londres con una momia. Y no una cualquiera, sino la famosa momia de la mala suerte. A la que se le han atribuido muertes y calamidades sin cuento (?) y hasta el hundimiento del Titanic, una maldición en toda regla, vamos, que se adelantó a la de Tutankamón. Ir a encontrarse con ella, con la momia, puede considerarse periodismo de alto riesgo, me digo (¿deberían subirme las dietas?), y, aunque de natural escéptico, no las tengo todas conmigo.

En realidad, la momia de la mala suerte, aunque siempre se la ha denominado así, The Unlucky Mummy (recítese con la voz de Boris Karloff o Lon Chaney Jr., añadiendo al final un “uuuuuuh), no es una momia sino una cubierta antropomorfa de madera y yeso pintado que se colocaba dentro del ataúd sobre el cuerpo embalsamado para preservar su aspecto de cara a la eternidad y que tiene los rasgos de una mujer. El objeto se encuentra en el British Museum donde forma parte de la colección de antigüedades egipcias con el número de identificación 22542, que, recalquémoslo, suena al Lote número 249, el terrorífico relato canónico de momias malignas de sir Arthur Conan Doyle. Mide 1,62 metros, tiene vivos colores (lo único vivo, esperemos), está cubierto de inscripciones jeroglíficas, con conceptos solares y osiríacos, lo corriente en estos casos, y representa a una persona de alta alcurnia, seguramente una sacerdotisa, con peluca, un gran collar y las manos colocadas de una manera extraña, emergiendo horizontalmente de su pecho y con las palmas mirando hacia afuera.

A la momia de la mala suerte se le achaca, además de rondar por el museo, incluso a horas intempestivas, haber provocado la muerte o la miseria de sus sucesivos propietarios y también de los que trataron de trazar la historia de sus maldades, entre ellos algún notable periodista (así que valórese el riesgo de este reportaje). Personajes famosos que se han relacionado con la momia son Arthur Conan Doyle, Henry Rider Haggard, que escribió sobre el caso, W. B. Yeats, o Henry Stanley, amigo del primer propietario. También han tenido que ver con ella la Golden Dawn y el Ghost Club. En 1921, el mismísimo The Times publicó un artículo que recogía la especie de que quien interfería con la dichosa momia se ponía en peligro, “tal es la virulenta naturaleza de la princesa”.

Llegado a la estación Victoria, me dirijo al museo en un autobús típico de dos pisos como el que persiguen las momias en The Mummy returns, por ir creando ambiente. Mis instrucciones son acceder al centro, dirigirme al departamento de Antigüedades de Egipto y Sudán “y llamar al timbre” para encontrarme con la joven egiptóloga suiza y responsable de exposiciones (ha comisariado la que actualmente se exhibe en CaixaForum en Barcelona, Faraón, con fondos del British), Marie Vandenbeusch. El acceso al departamento es una puerta con código en medio de la escalera este. Me abren al pulsar un intercomunicador y decir mi nombre, como si fuera un garito ilegal. Vandenbeusch se muestra muy amable pero tiene poco tiempo (y menos para momias malditas) así que me lleva a paso de carga a la sala 62 (“Egyptian Death & Afterlife, Mummies”) de la sección egipcia del museo. Y de repente ya estamos frente a la vitrina tras la que está 22542, la momia perversa.

Pues no da mucho mal rollo, oye. “¿Qué esperabas, que te saltara encima?”, dice la egiptóloga con sorna. No sé, “una espeluznante chispa de vitalidad, algún débil signo de conciencia en los ojos que acechan en las profundidades de las órbitas vacías”, como describía a la momia que le perseguía Smith Abercrombie en el mencionado relato de Conan Doyle. “Es una pieza muy bonita. No hay nada misterioso ni siniestro en ella”. La dama pintada, que tiene los ojos enormes –esos ojos que dicen que se mueven para seguirte por la sala-, nos mira sin perder detalle de la conversación y con cara de no haber roto nunca un plato. La cartela a sus pies es muy somera, solo dice: “Tablero de momia pintado de una mujer sin identificar. Finales de la 21 dinastía-principios de la 22, alrededor de 950-900 antes de Cristo. Procedente de Tebas”. Y da un apunte de la decoración: discos solares alados, la diosa Nut flanqueada de pájaros-ba y muchas pequeñas imágenes de divinidades. Nada de la maldición y las muertes que perturbaron tanto a la sociedad victoriana y luego eduardiana y la hicieron tan escalofriantemente célebre. De hecho la mayoría de los visitantes (las egipcias son las salas más populares del British Museum) pasan por delante sin detenerse. ¡Si supieran quién es la que los mira! Habría que contar toda la historia, ¡el morbo que le daría a la exhibición! Marie me observa fijamente cuando se lo comento, y suspira. Mira su reloj, se resigna a que va a perder la hora del almuerzo conmigo y con la momia (a mí no me parece que seamos tan mala compañía).

“En el catálogo del museo”, explica, “se ofrece algo más de información”. El objeto fue comprado por unos viajeros ingleses (cuatro o cinco según las fuentes) entre 1860 y 1870. Se dice que dos recibieron heridas graves en sendos accidentes con armas y los otros vieron mermadas sus fortunas. Mrs. Waewick Hunt, hermana de uno de los viajeros, Arthur E. Wheeler, heredó la pieza de éste, pero al meterla en casa, por lo visto, sus ocupantes sufrieron una serie de catastróficas desdichas. La mismísima Madame Helena Blavatsky, la teósofa, detectó una “influencia maléfica” en el objeto y urgió a la propietaria a deshacerse de él: de esa forma llegó donada al museo en 1889, en un interesante lote que incluía varios cocodrilos momificados y una mano de momia que aún llevaba un anillo.

La historia más remarcable de la pieza es la de que viajaba a bordo del Titanic y que su presencia provocó la catástrofe. “Es innecesario decir que no hay nada de verdad en todo eso”, recalca Marie, en la línea oficial del museo. Ciertamente, acuerdo, si la momia hubiera viajado en el Titanic no estaría ahora aquí delante nuestro, o alguien se acordaría de haberla visto subiendo a uno de los (insuficientes) botes salvavidas. Pero nadie oyó gritar “¡las mujeres, los niños y las momias primero!”. Marie debe tener hambre porque parece impaciente. “La momia nunca ha salido del museo excepto para una exposición temporal en Taiwan en 2007”. Me pregunto qué secreto designio habría en enviarles la momia de la mala suerte a los pobres taiwaneses que sin duda habrían preferido la piedra de Rosetta. Quien sí viajaba en el Titanic era W. T. Stead, otro periodista (!), editor y espiritista, que fue uno de los que propagaron los rumores de la malignidad de la momia. Stead se ahogó en el naufragio: eso es predicar con el ejemplo.

“Se han dado muchas opiniones sobre la identidad de la difunta (la iconografía y el color indican que es una mujer), cuya momia de verdad no se ha encontrado nunca, pero lo cierto es que no sabemos quién es”, me explica Vandenbeusch. En el objeto no aparece el nombre, que seguramente estaba inscrito en el ataúd. Era, evidentemente, alguien de alto rango y en los antiguos catálogos del British Museum se la describe como sacerdotisa de Amón-Ra.

El reputado E. A. Wallis Budge, que fue conservador del museo de 1894 a 1924, sugirió que era de sangre real, una princesa. Pero Wallis Budge era un pinta que saqueó Egipto para llenar las salas del British y aunque oficialmente deploraba leyendas como la de la momia de la mala suerte no dejó de ver el potencial de esas supersticiones para dar popularidad a las salas egipcias del museo.

La historia no oficial de nuestra momia, en la que se mezclan informaciones verdaderas, rumores, sensacionalismos de la prensa y verdaderas memeces la cuenta Roger Luckhurst de manera documentadísima en un libro de referencia sobre las maldiciones faraónicas y su sentido cultural, The mummy’s curse, the true history of a dark fantasy (Oxford, 2012). En el centro de la maldición está Thomas Douglas Murray, un Lord Carnarvon avant la lettre, que sería el miembro del citado grupo de viajeros británicos que adquirió originalmente la momia a unos ladrones de tumbas árabes como recuerdo de su viaje a Egipto. Murray, que ya habría visto algo raro en la pieza, saqueada de un pozo de la necrópolis tebana y por lo visto cabreada, le endosó el regalito a su colega Wheeler, tras sufrir él y los demás compañeros de viaje diferentes desastres y morir un fotógrafo que intentó hacerle un retrato al objeto. En total, los más imaginativos atribuyen 11 muertes a la momia, además de muchas otras maldades e incontables tropezones de turistas en las escaleras del British Museum.

Según la leyenda, entrar en el museo no amansó a la momia, que siguió provocando calamidades; parece que incluso que la dibujaran le molestaba, qué tía. Especial interés (sobre todo para mí) tiene la historia de la muerte del periodista Bertram Fletcher Robinson, que fue reportero en la guerra contra los Bóers y el primero en divulgar los supuestos maleficios de la pieza, pese a las advertencias. Falleció repentinamente en 1907 a los 37 años a causa de unas fiebres que algunos atribuyeron a los” guardianes elementales” de nuestra momia. Era amigo de Conan Doyle y le había ayudado en el argumento y las localizaciones de El perro de los Baskerville, así que de maldiciones ya sabía un rato.

“Son todo soberanas tonterías, claro, cuentos ocultistas, medias verdades y teorías conspiratorias, aunque resultan interesantes para ver cómo se forja un mito de la cultura popular; de hecho, los antiguos egipcios no tenían el concepto de maldición de la momia, que es una idea moderna”, recalca Vandenbeusch, mientras yo miro a 22542 a ver si hay que aplacarla. “Desde que estoy aquí no ha pasado nada de nada, y me dicen los conservadores de más edad que hace mucho, en los últimos treinta años, que nadie comenta ningún incidente ni rumor. A lo mejor es que está a gusto instalada en esta sala, tiene mucha buena compañía, la mayoría sacerdotes y sacerdotisas de Karnak, quizá es feliz ahora”. Marie esboza una sonrisa. Pasa un niño ante la momia sin ni mirarla y yo le susurro: “Ten cuidado, te comerá”. El chaval reacciona haciéndonos una peineta a mí y a la momia. “Claramente no produce miedo, incluso emana paz, ¿no te parece?”, apunta por encima de mi hombro la egiptóloga, que por lo visto ha decidido hundirme el reportaje. Me reservo para otra ocasión el preguntarle si es verdad que en los fondos del British Museum están las Tablas de los Diez Mandamientos entregadas a Moisés.

Cuando Marie se marcha a sus cosas de egiptóloga, no sin antes quedar para ir algún día juntos a Montserrat a fin de visitar las momias egipcias de la abadía, aunque con ella seguro que no encontramos el Grial, hago como que voy a ver la sección de Asiria pero vuelvo en seguida, a seguir investigando. A ver si atrapo a la momia en pleno maleficio. No me fio de su cara de buen rollo. Su expresión me recuerda a la de Patricia Velásquez como Anck-Su-Namun cuando el faraón la pilla con las manos (de Imhotep) en la masa y se lo cargan. Imagino una realidad paralela, un secreto. Y que yo lo desvelo. Al cabo de un rato estoy mareado, no sé si por algo tipo Lord Carnarvon o de tanto mirar fijo y no haber almorzado. Me marcho al fin del cubil del ser misterioso sin pruebas pero con una sensación rara, como si me fueran a salir escarabajos por la boca. Vago confundido por Bloomsbury y de repente estoy frente a una librería de ocultismo. La dependienta me mira alarmada y traza unos signos arcanos en el aire.

No creo en maldiciones, a priori. Pero el avión de Vueling acumula ya un retraso inexplicable por causas que no sean sobrenaturales. Me encuentro varado en la sala de embarque como en una polvorienta mastaba, pensando tontamente en si las maldiciones se pueden llevar como equipaje de mano. Dicen que la mala suerte de la momia está neutralizada. Ya veremos.

Artículo: Jacinto Antón.

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