Novedades editoriales

27 de julio de 2015

Tesoros robados


Cuando en 1798 Napoleón Bonaparte emprendió su célebre expedición a Egipto no podía suponer que el trabajo del centenar y medio de sabios que le acompañaron iba a desencadenar una fiebre egiptológica en toda Europa. Responsable de ello fue la publicación, a partir de 1809, de las investigaciones de estos estudiosos en una monumental obra titulada La descripción de Egipto, ilustrada con más de tres mil grabados originales. Por desgracia, la fascinación por el misterioso mundo de los faraones generó también una insaciable demanda de antigüedades egipcias por parte de los coleccionistas, y ello propició a su vez, a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, uno de los mayores saqueos arqueológicos de la historia. En efecto, numerosos exploradores europeos, mitad arqueólogos, mitad traficantes, se precipitaron al país del Nilo donde, bajo la mirada indulgente y cómplice de los bajás (gobernadores otomanos) y las demás autoridades egipcias, amasaron un riquísimo botín que hoy día adorna las vitrinas de los principales museos europeos.

A partir de 1815, los dos grandes protagonistas de este tráfico fueron Bernardino Drovetti y Henry Salt, cónsules respectivamente de Francia e Inglaterra en Egipto. Por intermedio de sus «agentes», ambos sostuvieron una guerra soterrada para obtener las más valiosas obras del Egipto faraónico. Mientras en El Cairo mostraban buena cara y mejores modales, sus enviados recorrían el país provistos de un firman o permiso oficial del sultán otomano en busca de piezas para engrosar las colecciones de sus empleadores.

En esta empresa Drovetti partía con ventaja. Destinado a Egipto desde 1803, conocía mejor la política del país y había llegado a ser íntimo del bajá, Mohamed Alí. Escogió como agentes y «excavadores» al escultor Jean-Jacques Rifaud y al dibujante Frédéric Cailliaud. Al principio, Henry Salt se vio un poco superado por ellos, pero en 1816 conoció a Giovanni Belzoni, que le pareció la persona adecuada para el trabajo.

Una guerra entre cónsules

Giovanni Belzoni era un gigantón de dos metros de altura, que había trabajado de forzudo en un circo y había llegado a Egipto para proponer un sistema hidráulico a Mohamed Alí, empeño en el que había fracasado. Contratado por Salt, entre 1816 y 1819 Belzoni cosechó una serie de descubrimientos espectaculares –como el de la tumba de Seti I, el del templo de Abu Simbel o la entrada en la pirámide de Kefrén– que lo hicieron pasar a la historia de la egiptología, aunque sus métodos fueron siempre muy controvertidos.

Con el tiempo, Salt y Drovetti se repartieron las zonas de influencia, con el Nilo como frontera. Un anticuario que visitó Egipto por entonces decía: «Habían establecido un tratado de paz. Como si fueran dos reyes, hicieron del río la frontera de las respectivas posesiones que se adjudicaban a sí mismos en Egipto». Pero, a pesar de estos acuerdos, no faltaron tampoco los conflictos entre los hombres de Salt y los de Drovetti. Por ejemplo, cuando Belzoni llegó a Tebas para trasladar una estatua colosal de Ramsés II, el llamado «joven Memnón», tuvo enormes dificultades para encontrar obreros a causa del boicot del gobernador local, compinchado con Drovetti. En otra ocasión, en Karnak, mientras transportaba el obelisco de File por encargo de William Bankes –un noble inglés que, tras encapricharse del monumento durante un viaje quiso llevarlo a Inglaterra para adornar los jardines de su mansión–, Belzoni se vio rodeado de repente por los árabes que trabajaban para Drovetti, encabezados por sus dos capataces piamonteses armados con pistolas. Éstos agarraron las riendas de su asno y le echaron en cara haber «robado» el obelisco en cuestión, aunque al final el incidente no pasó a mayores.

Boicots y zancadillas

Entre unos y otros hubo episodios de auténtica guerra sucia. En su primer viaje por el Nilo, Belzoni encontró en la isla de File un grupo de dieciséis bloques de piedra tallados cuyo grosor rebajó para poder transportarlos con mayor facilidad a su regreso. Pero al volver a pasar por la isla se encontró con que los relieves había sido mutilados y una mano anónima había escrito con carbón y en francés sobre ellos: operation manquée, «operación fallida».
La labor de Belzoni, Cailliaud y otros nutrió el mercado de antigüedades en Europa con toda suerte de valiosas piezas. El mismo Henry Salt reunió tres grandes colecciones. La primera la vendió al Museo Británico, aunque por menos dinero del que gastó en conseguirla; la segunda fue a parar, a instancias de Champollion, al Museo del Louvre, a un precio adecuado, y la tercera se subastó en Sothebys en un millar de lotes, lo que le reportó un importante beneficio. En cuanto a las impresionantes colecciones reunidas por Drovetti, una fue adquirida por Carlos Félix de Saboya y constituye la base del magnífico Museo Egipcio de Turín; otra fue a parar al Louvre, de nuevo a petición de Champollion, y la última, examinada por el egiptólogo Richard Lepsius, acabó en Berlín.

Además de las colecciones de Salt y Drovetti, otras obras llegaron a Europa en esos años, como la Estela Metternich, datada en época de Nectanebo II, regalo de Mohamed Alí al príncipe de Metternich en 1828. El propio Champollion, en la expedición que hizo a Egipto entre 1828 y 1829 junto con un grupo de doce estudiosos, entre ellos su discípulo Ippolito Rossellini, pidió al bajá que se enviara a París un obelisco de Tebas como regalo al rey Felipe de Orleans, en conmemoración por la expedición de Napoleón en 1798. Aunque se lo había prometido a los británicos, Mohamed Alí accedió a la petición y en 1836 el obelisco fue erigido en la plaza de la Concordia de París.

Tesoros a salvo

Cabe decir que en ocasiones la salida de esos monumentos era preferible a que se quedaran en el valle del Nilo, donde los propios egipcios se encargaban de destruirlos. Al fin y al cabo, llevaban siglos utilizándolos como bloques de piedra para sus casas y palacios, o simplemente para hacer cal. Se sabe que algún pequeño templo desapareció por completo entre el momento en que los sabios e ingenieros de Napoleón lo catalogaron y la visita de otros viajeros europeos apenas unas décadas después.

El saqueo de los monumentos del valle del Nilo estaba alcanzando unas proporciones alarmantes cuando llegó alguien decidido a atajarlo: el francés Auguste Mariette.

La primera vez que pisó Egipto, en 1850, lo hizo con el encargo del Museo del Louvre de comprar papiros coptos con los que completar su colección. Sin embargo, los dignatarios coptos no aceptaron sus propuestas, de modo que Mariette decidió utilizar los fondos del museo para realizar excavaciones arqueológicas, lo que le llevó a descubrir el Serapeo de Saqqara, un conjunto de galerías subterráneas que albergaban grandes sarcófagos de granito con las momias de los sagrados toros Apis.

Al fin un museo egipcio

Mariette se dio cuenta de la amenaza que la excavación y exportación ilegal de antigüedades representaba para el patrimonio arqueológico egipcio. Por ello, al volver en 1857 al país del Nilo, se dirigió al bajá Mohamed Said para proponerle la creación de una institución que se encargara de salvaguardar el legado faraónico. Así fue como en 1858 se creó el Servicio de Antigüedades Egipcias juntamente con el Museo de Bulaq, germen del actual Museo Egipcio de El Cairo, donde se expondrían las piezas recuperadas. Desgraciadamente, el bajá seguía considerando que podía disponer de las piezas a su antojo, como propiedad particular, de modo que a todo visitante de postín que llegaba a Egipto le regalaba una parte de la colección como muestra de deferencia.

La lucha contra el contrabando de antigüedades continuó en los años siguientes. El segundo director del Servicio de Antigüedades, Gaston Maspero, consiguió en 1881 descubrir y detener el saqueo del escondrijo de Deir al-Bahari, una tumba excavada en la montaña tebana donde se hallaron las momias de algunos de los faraones más importantes del Imperio Nuevo, descubierta por casualidad por los hermanos Abd al-Rassul diez años atrás. El trabajo de Maspero fue tan efectivo que para cubrir la demanda comenzaron a aparecer en el mercado falsificaciones de excelente calidad, que no pocos de los grandes museos compraron y han tenido o tienen expuestas. En ocasiones el ansia de los coleccionistas los pierde.

Artículo: José Miguel Parra (National Geographic).

Curso on-line