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13 de julio de 2015

Ramsés empata pero se lleva la gloria


De muy pocas batallas famosas podemos ver cara a cara al comandante de uno de los bandos. Esa es una de las particularidades de la batalla de Qadesh, librada en lo que hoy es Siria en 1274 antes de Cristo —hace la friolera de más de tres milenios— y que enfrentó a las fuerzas del faraón Ramsés II, del que tenemos la momia, y las de su coetáneo hitita el rey Muwatalli (las dos superpotencias de la época, Egipto y Hatti). Otra de las cosas que hace Qadesh muy interesante y digna de abrir esta fogosa serie es que fue en buena medida un espectacular choque de carros (uno casi está tentado de bautizarlo como el Kursk de la guerra antigua), con escenas, acreditadas en textos y sobre todo en relieves en los templos egipcios, dignas de Ben-Hur. En todo caso lo más curioso de la batalla, convendrán conmigo, es que al parecer la ganaron todos.

Cuando uno se asoma al ataúd en el que reposa el cuerpo momificado de Ramsés II es fácil olvidar que estamos ante la persona auténtica a la que centenares de monumentos en todo Egipto representan como el símbolo por excelencia de la majestad en guerra. Si retrocedemos treinta siglos, hasta la fecha de Qadesh, esa momia se convierte —como el villano de The Mummy Returns— en un hombre de 25 años en plenitud física, lleno de coraje y orgullo, al frente de sus tropas que lo consideraban, como hacía él mismo en un alarde de modestia, un dios viviente.

Una astuta trampa

En el quinto año de su reinado (de un total de 67), Ramsés II comandó una campaña militar contra el poder hitita en el marco de la lucha secular por el control de la actual Siria, zona fundamental para el paso del comercio. El objetivo era tomar la ciudadela de Qadesh. Tras un mes de marcha, Ramsés II, con la arrogancia de la juventud, y más si te crees divino, se adelantó hasta las cercanías de Qadesh con una sola de las cuatro divisiones de su ejército para caer imprudentemente en una astuta trampa de los hititas.

Dos beduinos capturados y que formaban parte del engaño informaron al faraón de que el enemigo estaba lejos. Pero en realidad el inmenso ejército de Muwatalli, que incluía contingentes hititas y de una veintena de Estados vasallos, con un total de 40.000 soldados de infantería y 3.700 carros, que ya son carros, se encontraba emboscado tras la ciudad. Ramsés, con 5.000 hombres y 400 carros, se hallaba en una posición desesperada.

El ataque hitita se realizó en dos direcciones: una contra el campamento de Ramsés y otra contra la división egipcia más próxima, a la que los carros sorprendieron en desprevenida formación de marcha arrollándola y provocando una justificable pero vergonzosa desbandada. En cambio, el asalto al campamento se vio obstaculizado por la defensas (y por las ganas de saqueo), perdió ímpetu y los egipcios consiguieron aguantar en torno al faraón y su guardia personal de mercenarios sherden. Las tornas se giraron al arribar in extremis una unidad de élite del ejército egipcio y contraatacar los carros del faraón, seguidos por la fiel infantería. Esta avanzó detrás rematando a los hititas caídos por las flechas con sus letales y características espadas khepesh —una especie de cimitarra— y sus hachas. Luego procedieron a cortarles la mano derecha, que amontonaron, como era tradición, para facilitar la contabilidad a los escribas.

Así se escribe la historia

Ramsés II hizo narrar la batalla para la posteridad y grabar textos e imágenes en sus santuarios (entre ellos el Rameseum y los templos de Luxor y Abu Simbel). Como era de prever, no fue muy objetivo; de hecho en el denominado Poema de Pentaur, la entregada crónica que realizó el escriba de ese nombre, Ramsés aparece transfigurado en un ser divino que disparando flechas desde su carro, con las riendas atadas a la cintura, vence a los hititas él solo.

No obstante, entre líneas, y en el boletín más circunspecto que también relata los hechos y está transcrito en los monumentos, podemos leer los aspectos básicos de la batalla que les he contado e incluso detalles muy realistas como que el auriga y escudero del faraón se llamaba Menna y los dos corceles blancos que tiraban de su carro eran Victoria en Tebas y Mut está satisfecho. También que a un hermano del rey hitita que cayó al río Orontes en la huida hubo que sacudirlo cogido por los pies para que vomitara todo el agua tragada.

En los relieves podemos ver a Ramsés asaeteando a los hititas, sus carros volcando en desorden. Casi parece que escuches el fragor de la batalla, los gritos. El faraón presentó la batalla como una gran victoria en lo que aún constituye uno de los mayores despliegues de propaganda y autobombo jamás vistos. En realidad fueron tablas. Ningún ejército consiguió derrotar al otro. Los hititas conservaron Qadesh y el faraón nunca más se acercó por ahí. Pero es indudable que la gloria de la posteridad se la llevó Ramsés. ¿Quién se acuerda hoy de Muwatalli?

Artículo: Jacinto Antón.

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