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15 de marzo de 2015

El faraón y su sepultura de agua


Confiaba en una eternidad grandilocuente, de las que se calibran al atardecer, bajo la trenza de los dioses y la luz arrebolada. En 1837, los ingleses interrumpieron su descanso para procurarle un acomodo de época, que en plena rutina batalladora entre los grandes imperios, y bajo su bandera victoriosa, equivalía siempre al techo acristalado de los anaqueles del Museo Británico. La tumba de Micerinos, el rey magnánimo, desprovista misteriosamente de su momia, acabó, sin embargo, en un destino que a duras penas habría podido ser sopesado por los estrategas militares y los grandes oráculos; hundido, según confirman los especialistas y egiptólogos, en la pastosa calma de las aguas murcianas.

En un punto todavía por confirmar de la costa de Cartagena, a pocas millas del lugar en el que el castellano del sur perfecciona su duende levantisco, reposa el sarcófago del faraón que intentó duplicar el día con penachos encendidos para burlar a la muerte y a la noche. Una construcción funeraria voluminosa y en basalto, cuyas dimensiones obligaron a su descubridor, el poco cuidadoso coronel Vyse, a aplazar su transporte, que finalmente se llevó a cabo en la goleta Beatrice, uno de los pecios submarinos más ambicionado por investigadores y expedicionarios.

La empresa Nerea, junto a la Fundació Clos y el Museo Nacional de Arqueología Subacuática, es una de las firmas que más tiempo ha dedicado en los últimos años a recomponer el naufragio. El pecio del Beatrice, con rastro intermitente en las hemerotecas, empezó a sonar de nuevo con fuerza en 1984, cuando el Gobierno, con el impulso de Carmen Alborch, hizo el primero de sus intentos estériles por localizar la carga.

Fue el equipo de Nerea, con experiencia exitosa en otras búsquedas como la del Isabella (1829), en Benalmádena, quien contribuyó decisivamente a descartar la bahía de Cartagena como el lugar más o menos exacto de derrumbe de la nave. Y lo hizo comparando la catástrofe con la del Gneisenau, que dejó un rastro en la prensa de titulares conmocionados. A diferencia del hundimiento de Málaga, el sarcófago de Micerinos, del que se salvó la totalidad de la tripulación, no produjo noticia alguna, ni siquiera rumor de desaliento entre la población, lo que lleva a los investigadores a suponer que la caída, aunque también en aguas cartageneras, se registró en realidad en posiciones marítimas más avanzadas.

Javier Noriega, de Nerea, destaca la singularidad histórica y artística de la tumba de Micerinos –nombre helenizado de Menkaura–, que fue arrancada de la piedra a cañonazo limpio por Vyse y sus secuaces. En un mundo en el que todo estaba en venta, y la ciencia formaba parte de la competencia intrincada entre naciones, el coronel británico optó por seguir el viejo instinto de Saladino y resolver el acertijo de grutas y pabellones de la pirámide de Giza a las bravas, con dinamita. Al hallazgo del sarcófago, se unieron parte de la tapa y la falsa momia, que se encuentran hoy en el museo británico.

Las anotaciones del coronel sirvieron para conocer el aspecto del sarcófago, su fachada de palacio, característica del antiguo imperio. A su testimonio también obedece la localización de Cartagena, el punto en el que se tambaleó la nave, herida de muerte por la tormenta y puede que por una maniobra a la desesperada parecida a la que condujo a pique al Isabella en su lucha a contrarreloj contra el viento y el agua.

La Fundació Clos cree que en la carga, repartida con otro barco zarpado en el mismo momento desde Alejandría, el que trasladaba la tapa de la tumba, podría alojar nuevos misterios. «Está claro que con 224 toneladas preparadas para el British no se transportaba precisamente bisutería», escribió Jordi Clos.

Con la agonía de la goleta, separada por 178 años y apenas una lámina de agua de la actualidad de las costas españolas, el imperio británico y el coronel Vyse dejaron escapar la oportunidad de convertir a Londres en la capital arqueológica mundial. Y, de paso, abrieron un interrogante para la historia que, a diferencia de otros enigmas del antiguo Egipto, no requiere de espiritualidad y símbolos para resolverse. Voluntad y política frente a los paños de infinito del magnánimo.

Artículo: Lucas Martín.

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