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25 de agosto de 2014

La astronomía en Egipto


Su calendario es en mi opinión mejor que el de los griegos, porque […] el ciclo de las estaciones siempre aparece en la misma época para ellos». Ya el griego Heródoto, el padre de la historia, se maravillaba en el siglo V a.C. por la perfección del calendario de los antiguos egipcios. Desde entonces el análisis del calendario ha fascinado a muchos estudiosos. Se trata de un asunto apasionante, que plantea una serie de preguntas importantes como por ejemplo, ¿cuántos calendarios había en uso en Egipto? ¿Cuál fue su origen? ¿Cómo evolucionaron? Y, finalmente, ¿se puede fijar la cronología egipcia a partir de los datos astronómicos relacionados con las fechas marcadas en este calendario? La mayoría de estas preguntas se puede contestar de una manera simple y razonable en el contexto de la propia cultura faraónica.

El calendario, a su vez, forma parte del interés más amplio que sentían los egipcios por el mundo de las estrellas. En la cultura faraónica, el firmamento se convirtió en un elemento crucial del paisaje. Hoy podemos conocer las prácticas astronómicas de los antiguos egipcios gracias a un gran número de fuentes jeroglíficas, desde las inscripciones monumentales, los textos de las pirámides y los papiros astronómicos hasta los relojes estelares o los diagramas celestes. También los yacimientos arqueológicos ofrecen a los investigadores las claves sobre el empleo que los egipcios hacían de sus conocimientos astronómicos en el trazado de sus grandes monumentos, como templos o tumbas, incluidas las pirámides. A esta tarea de investigación se ha dedicado la Misión Hispanoegipcia de Arqueoastronomía del Egipto antiguo, que viene desarrollándose en el País del Nilo desde el año 2003.

Los inicios de la astronomía en Egipto y en su entorno sahariano se remontan más allá del período Predinástico. En efecto, en el yacimiento neolítico de Nabta Playa, fechado en torno al año 4000 a.C., se han hallado alineamientos de piedras en los que parece reflejarse una primera intención de control del tiempo y que podrían indicar la importancia del solsticio de verano (21 de junio, el día más largo del año) como marcador temporal ya en fechas tan tempranas. Sin embargo, la interpretación de este yacimiento resulta muy controvertida entre los egiptólogos.

El origen del calendario

Las primeras observaciones astronómicas indudables y la iconografía más antigua se sitúan en la fase originaria de la civilización egipcia propiamente dicha, en el Predinástico y el Protodinástico, así como durante el reinado de los primeros faraones de la dinastía II, Hotepskhemuy o Nebre, cuando empezó a desarrollarse el culto solar. Es precisamente en esta época cuando debió de producirse la génesis y la evolución temprana del calendario civil de 365 días, uno de los descubrimientos más trascendentales de los antiguos egipcios, del que se tiene constancia que ya estaba en pleno uso durante el Imperio Antiguo.

La astronomía, o la observación del cielo en un sentido más amplio, fue una disciplina que en Egipto nunca estuvo muy separada de la religión. De hecho, los mejores «textos» astronómicos –representaciones del cielo nocturno– se han hallado en tumbas o en templos. Asimismo, los astrónomos egipcios, los imy unut u «observadores de las horas», eran en su mayoría sacerdotes, algunos de alto rango, además de ejercer alguna otra profesión. Entre ellos, cabe citar a Imhotep (en el cual se ha querido ver en numerosas ocasiones al inventor del calendario civil) o Senenmut, arquitectos respectivos de la pirámide escalonada de Djoser en Saqqara y del majestuoso templo de la reina Hatshepsut en Deir el-Bahari. También lo era Anen, hermano de la reina Tiyi y tío de Akhenatón, uno de los pocos «astrónomos» de los que se conserva un retrato.

El calendario civil del Egipto antiguo constaba de doce meses de 30 días cada uno (divididos en tres grupos de diez), lo que hacía un total de 360 días. A estos se sumaban los «Cinco sobre el Año», cinco días adicionales, llamados epagómenos por los griegos, que, al menos desde el Imperio Nuevo, estaban dedicados a cinco de las deidades más importantes de los antiguos egipcios: Osiris, Isis, Set, Neftis y Haroeris; de hecho, se consideraba que eran los días respectivos del nacimiento de cada uno de esos dioses. Estos cinco días, que completaban el total de 365, se consideraban aparte y no dentro del cómputo general del año.

Sirio aparece en el horizonte

Una de las peculiaridades de este calendario de 365 días es que carece de año bisiesto. Puesto que la duración del año trópico (el de las estaciones) es prácticamente un cuarto de día mayor, esto supone que todos los eventos cíclicos, incluidos los astronómicos, se atrasen un día cada cuatro años. La estrella Sirio, llamada Sopdet por los egipcios, da lugar a uno de estos sucesos singulares: su primera aparición anual al amanecer, el llamado orto helíaco. Los antiguos egipcios lo denominaban peret sopdet, y constituía una de las fiestas más importantes de su ciclo anual ya que se suponía que este instante marcaba, o anunciaba –al menos desde el Imperio Medio–, la llegada de la crecida del Nilo, un fenómeno natural que tenía enorme trascendencia social y económica. Con el sistema de calendario de 365 días, sin embargo, la fecha del orto de Sirio se retrasaba un día cada cuatro años, lo que suponía que daba una vuelta completa a todo el calendario civil en un período de algo menos de quince siglos.

Un calendario para todos

Desde el alba de la moderna egiptología se han propuesto varias hipótesis sobre el origen del calendario civil: algunos autores lo consideran un calendario de origen solar, otros estelar, otros luniestelar... Sin embargo, tal vez la hipótesis más sugerente es la que plantea que el Nilo tuvo algo que ver en ello. En el origen, antes de la unificación del país, las sociedades del valle del Nilo debieron de regirse por calendarios lunares locales determinados por el Nilo, pues las fases de la crecida del río marcaban la vida en el territorio, según se puede deducir de las tres estaciones en que dividían el año y el nombre que se daba a cada una de ellas: Inundación (akhet), Resurgir (peret) y Sequía (shemu).

Sin embargo, una vez unificado Egipto, se hizo necesario crear un calendario que rigiese los destinos de todo el país. Tradicionalmente se ha pensado que el origen de este calendario civil tiene relación con el orto helíaco de Sirio, pero no hay evidencias documentales que así lo demuestren. Casi con seguridad la duración del calendario civil se determinó a través de observaciones solares, de las que existen pruebas variadas e incontestables para períodos muy tempranos. De hecho, la duración del calendario civil así establecida es muy cercana a la del año trópico de 365,2425 días.

Es interesante preguntarse por el número de calendarios independientes que hubo en funcionamiento en Egipto. Muy posiblemente, el calendario civil reinó de manera suprema en el antiguo Egipto desde su invención como la forma estándar de cómputo de tiempo para la casi totalidad de las actividades públicas y privadas, al menos hasta la conquista del país por los persas y Alejandro Magno. Sin embargo, para la realización de algunos festivales se mantuvo, a modo de vestigio, un cómputo de tiempo guiado por las fases de la luna, cuyo origen puede estar en los calendarios lunares locales originales regidos por el Nilo; igual que en el moderno calendario gregoriano la Pascua viene fijada por la luna (como en el calendario judío original), pero de acuerdo al calendario actual dictado por el sol. El calendario civil seguiría siendo el oficial en Egipto hasta la conquista romana, momento en que fue sustituido por el calendario alejandrino, casi idéntico pero con un día adicional o epagómeno cada cuatro años. En el año 46 a.C., Julio César adaptó este calendario egipcio y es el que estuvo en vigor en Europa hasta la reforma gregoriana del papa Gregorio XIII, en 1582.

Cronología estelar

El calendario egipcio ha jugado un papel fundamental en la determinación de las fechas de reinado de los diversos faraones. El estudio cronológico es una de las disciplinas más controvertidas y fascinantes de la egiptología, y casi cada egiptólogo se decanta por una u otra cronología; como mínimo hay cinco sistemas cronológicos de uso frecuente, cada uno con sus ventajas, desventajas y particularidades, incluyendo también propuestas más recientes, polémicas y algunas incluso revolucionarias. En cualquier caso, la columna vertebral de todas ellas la constituyen las fechas astronómicas, principalmente las «sotíacas» –referidas a las fechas del orto helíaco de la estrella Sirio, llamada Sothis por los griegos– y las lunares.

Por ejemplo, dos inscripciones de los reinados de Sesostris III (dinastía XII) y Ramsés II (dinastía XIX) permiten datar los Imperios Medio y Nuevo, respectivamente. La primera de ellas reza: «Te informo de que la salida de Sirio [peret sopdet] tendrá lugar allí en IV peret 16», mientras que la segunda dice: «Año 52, segundo mes de peret, día 27 en la Casa de Ramsés Meriamón, o Piramsés, [es] novilunio [psedjentyu]». Puede apreciarse cómo las fechas quedan registradas por el año de reinado del faraón, la estación, el mes y el día, así como la información de que ese día era la fecha del orto helíaco de Sirio o del novilunio, respectivamente. Los egiptólogos se apoyan en estas últimas referencias para intentar fijar el año exacto al que se hace referencia, aunque los criterios particulares hacen que entre las dataciones de cada estudioso haya diferencias de decenas de años, incluso de siglos.

La arqueología y la astronomía no son disciplinas tan diferentes y lejanas como pudiera parecer, pues las dos estudian el pasado: la arqueología, el pasado del hombre; la astronomía, el del universo, con el objetivo común de entender nuestro presente y tratar de mejorar el futuro. Los antiguos egipcios también usaron la astronomía con ese mismo fin, convirtiéndola en generadora de algunos de los elementos clave de su cultura, como su calendario; elementos que, sin duda, les ayudaron a encontrar su lugar en el mundo. La estabilidad y la longevidad de su civilización lo demuestran claramente.

Artículo: Juan Antonio Belmonte (National Geographic).

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