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19 de agosto de 2014

El pago de los impuestos en el antiguo Egipto


Egipto fue el primer Estado centralizado del mundo, lo que significa que los egipcios fueron también los primeros en cumplir con una de las obligaciones ineludibles de los ciudadanos en todas las épocas y todos los lugares: pagar impuestos. Ya desde el IV milenio a.C., antes de la unificación del país, se recaudaban impuestos a pequeña escala, dentro de los límites geográficos de los reinos predinásticos del Alto Egipto como Abydos, Nagada e Hieracómpolis. Con la aparición de un Estado unificado en todo Egipto, en torno a 3100 a.C., los faraones crearon un sistema recaudatorio que cubría el conjunto del país, y que se apoyaba en una burocracia especializada y eficiente.

Al principio era el propio rey el encargado de realizar la recaudación o, cuando menos, de propiciarla con su presencia. Junto a su corte se embarcaba en una flotilla con la cual recorría el valle del Nilo para trasladar su residencia desde Abydos, en el sur del país, a Menfis, en el norte, y viceversa; era lo que se conoce como «el seguimiento de Horus» (el rey se consideraba la encarnación del dios halcón Horus en la tierra) y le daba al faraón la ocasión de dejarse ver ante sus súbditos. Las dificultades del viaje se reflejan en el hecho de que, al principio, se hacía sólo cada dos años.

El «recuento del ganado»

Aprovechando la presencia del soberano, los encargados de llenar las arcas del Tesoro –integrados en un departamento que existía al menos desde la dinastía I– organizaban en cada localidad ceremonias de recaudación, denominadas «el recuento del ganado». Su relevancia era tal que se llevaba la cuenta para cada reinado y servían de referencia cronológica. Pero durante el Imperio Antiguo la corte se sedentarizó y la recaudación fue tomando carácter anual, a la vez que dejaba de estar vinculada al viaje periódico del faraón por el Nilo.

Los funcionarios llevaban una contabilidad detallada de la recaudación. En uno de los anales más antiguos que conocemos, el de la Piedra de Palermo (dinastía V), encontramos un registro fiscal típico: «Año octavo de Ninetjer. Seguimiento de Horus; cuarta ocasión del recuento de ganado. 4 codos, 2 dedos». La entrada consignaba cuatro informaciones: el año de reinado del faraón, el traslado del faraón de Abydos a Menfis, el número de la recaudación fiscal (la cuarta en este caso; por tanto, se cumplía la regla de las recaudaciones cada dos años) y la altura alcanzada por la crecida del Nilo, unos 3,5 metros.

Este último dato era un factor crítico para el cálculo de los impuestos en Egipto. La inundación de las tierras del valle entre julio y septiembre era la clave de la extraordinaria riqueza agrícola del país, motivo de envidia de todos los pueblos del Mediterráneo antiguo. Pero el nivel de la crecida variaba mucho de año en año, y eso tenía graves consecuencias: una crecida insuficiente significaba que quedaban tierras sin irrigar, mientras que una inundación excesiva causaba la destrucción de poblados y cultivos.

El nivel de la inundación determinaba, pues, el resultado de la cosecha, y con ello la recaudación fiscal, pues los impuestos se calculaban siempre como una parte de la recolección: en época saíta (664-525 a.C.) eran el 20 por ciento, según cuenta el Papiro Rylands IX. Por ello, los funcionarios del faraón estaban siempre preparados para controlar la altura de la crecida a través de los nilómetros, como los situados en Elefantina o Medinet Habu, en cuyas paredes había grabada una escala en codos. Así podían conocer la altura máxima de las aguas, un dato que luego dejaban registrado en los archivos reales año a año. A partir de esta información se podía calcular, al menos en teoría, las aruras de terreno (cada arura equivalía a 0,279 hectáreas) que ese año quedarían irrigadas y plantadas. Como se conocía la productividad aproximada de los campos –unos 10 granos por cada grano plantado más o menos, dependiendo del cultivo–, los diligentes escribas del faraón sabían qué cantidad podían exigir a los campesinos.

Defraudar para sobrevivir

Otra dificultad a la que se enfrentaban los recaudadores era que, tras la crecida, las lindes de los terrenos quedaban borradas debido a la acción del agua, por lo que había que volver a demarcar claramente cada campo de cultivo para saber la cantidad exacta debida al rey. De esta tarea se encargaban cada año los agrimensores del faraón, que recorrían los campos armados con sus cuerdas de medir y los papiros en los cuales estaba recogido el catastro. En Las instrucciones de Amenemope –texto escrito por un escriba de finales de la dinastía XIX, en el siglo XII a.C.– se enumeran los cometidos del agrimensor jefe, de quien se dice que era «el supervisor de los granos que controla la medida, quien fija las cuotas de la cosecha para su señor, quien registra las islas de tierra nueva, en el gran nombre de Su Majestad, quien registra las marcas en los límites de los campos, quien actúa para el rey en su enumeración de los impuestos, quien hace el registro de tierra de Egipto». Los campesinos trataban a menudo de cambiar las delimitaciones en su provecho, a pesar de que ésta era una práctica severamente castigada, como muestra una referencia en el Libro de los muertos: «No he reducido la arura. No he hecho trampas con los terrenos», afirma el difunto ante el tribunal de Osiris, el dios del Más Allá.

Amenazas y torturas

La recaudación de los impuestos iba siempre acompañada de la coerción y la violencia, o al menos de la amenaza de ésta. Los relieves de las mastabas del Imperio Antiguo son muy explícitos. En ellos vemos a los escribas tomando nota de las declaraciones que realizan los campesinos, quienes aparecen arrodillados mientras los sujetan con fuerza unos ariscos funcionarios armados de varas y prestos a golpearlos. En muchos casos, al fondo de la escena podemos ver incluso a un campesino más tozudo o mentiroso que el resto, atado a un poste, mientras recibe una ración de palos, bien por haber mentido, bien para sonsacarle la verdad sobre su cosecha.

Un texto del Imperio Nuevo, La sátira de los oficios, describe muy gráficamente la dura vida de los agricultores: «Cuando [el campesino] regresa a sus tierras las encuentra destroza­das. Gasta tiempo cultivando, y la serpiente marcha tras él. Acaba la siembra. No ve una brizna de verde. Ara tres veces con grano prestado. Su mujer ha ido a los mercaderes y no encontró nada para intercambiar». Pero lo peor llegaba con la cosecha, cuando se presentaban los recaudadores, que acosaban y maltrataban sin piedad a los campesinos para impedir que ocultaran nada: «Ahora es el escriba de los campos el que está junto a las tierras. Vigila la cosecha. Sus servido­res están tras él con garrotes; nubios con mazas. Uno le dice: “¡Danos el grano!”; “¡No tengo grano!”. Lo golpean salva­jemente. Atado, es lanzado a la acequia, con la cabeza sumergida. Su mujer es atada frente a él. Sus hijos tienen grilletes. Sus vecinos lo abandonan y huyen. Cuando todo acaba no hay grano».

A pesar de lo que se suele creer, los egipcios del común siempre estaban al borde de la inanición, de modo que para ellos lograr escamotear a los recaudadores un simple saco de grano podía suponer la diferencia entre morirse de hambre o sobrevivir. No es de extrañar, así, que lo intentaran por todos los medios a su alcance, sin importarles recibir a cambio algunos palos de los entusiastas matones que acompañaban a los recaudadores de impuestos.

Artículo: José Miguel Parra (National Geographic).

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