Novedades editoriales

26 de julio de 2013

Un gigante en Egipto


A principios del siglo XIX Egipto se llenó de aventureros, ladrones y coleccionistas de antigüedades que se dedicaron a expoliar el país con el beneplácito de las autoridades turcas. Giovanni Battista Belzoni (1778-1823), un forzudo de circo que llegó a Alejandría como supuesto experto en hidráulica, acabó convirtiéndose en uno de los más hábiles y ambiciosos excavadores y buscadores de tesoros al servicio del cónsul general de Inglaterra. Belzoni realizó traslados 'imposibles' de estatuas colosales y obeliscos, despejó la entrada del templo de Ramsés II de Abu Simbel, descubrió la tumba de Seti I en el Valle de los Reyes y consiguió entrar en la pirámide de Kefrén, entre otros muchos logros que le convirtieron en uno de los más famosos precursores de la egiptología.

En el prefacio de su libro 'Narrative of the operations and recent discoveries within the pyramids, temples, tombs and excavations in Egypt and Nubia', publicado en 1820, Belzoni incluyó una breve semblanza autobiográfica. “Mi lugar de nacimiento fue Padua. Mi familia es de Roma”, ciudad en “la que pasé la mayor parte de mi juventud”. Parece que quiso ser monje, “pero la repentina entrada del ejército francés en la ciudad alteró el curso de mi educación y, estando destinado a viajar, he sido un vagabundo desde entonces. (…) Recorrí varias partes de Europa y sufrí muchas vicisitudes”. Tras probar suerte como barbero, el oficio de su padre, decidió dedicarse al circo. Belzoni era muy alto (superaba los dos metros) y extraordinariamente fuerte, por lo que se convirtió en un forzudo profesional.

El gigante de Padua llegó en 1803 a Inglaterra, donde se casó con una joven inglesa (Sarah Bane, 1783-1860) y alcanzó la celebridad gracias a su fortaleza. Caracterizado como el 'Hércules italiano' o 'El Sansón de la Patagonia', el punto fuerte de su número consistía en levantar a doce personas en pie sobre un arnés metálico que cargaba sobre sus hombros. El coloso actuó con su espectáculo en Inglaterra, Portugal, España y Sicilia. En 1815 se trasladó a Malta con su mujer. Allí conoció a un agente de Mehemet Alí (1769-1849), gobernador turco de Egipto desde 1805 que estaba decidido a modernizar el país a toda costa. Para ello daba trabajo a todo tipo de técnicos occidentales sin pedir demasiadas credenciales, lo que atrajo a muchos aventureros al país del Nilo. Belzoni fue uno e ellos: gracias a unos sospechosos conocimientos de “la ciencia hidráulica que había aprendido en Roma”, consiguió el encargo de construir un nuevo modelo de noria de su invención para mejorar las técnicas de riego egipcias.

Desembarcó en Alejandría el 9 de junio de 1815, acompañado por su mujer y un criado irlandés, y dedicó dos años a construir su máquina. Aunque las antigüedades no tenían nada que ver con su trabajo, le llamaron la atención casi desde el momento en que puso pie en el país. Visitó las pirámides y conoció a Bernardino Drovetti, cónsul de Francia y su futuro rival arqueológico, y Jean Louis Burckhardt, el descubridor de Petra, por el que sintió una gran admiración.

Belzoni, vestido a la turca, en 1820.

Un encargo difícil

A pesar de que la noria de Belzoni podía “extraer una cantidad de agua seis o siete veces mayor que las máquinas tradicionales”, Mehemet Alí se negó a adquirirla, por lo que Belzoni se quedó sin trabajo. Su desocupación coincidió con el nombramiento como cónsul inglés (marzo de 1816) de Henry Salt, que había recibido el encargo de apoderarse de todas las antigüedades que pudiera para el Museo Británico, y con la propuesta de Burckhardt a Mehemet Alí de que regalara al príncipe regente inglés “la cabeza colosal o busto conocida con el nombre del joven Memnón”, en realidad la parte superior de una enorme escultura de Ramsés II. Pesaba unas ocho toneladas, estaba en Tebas, a unos 500 kilómetros de El Cairo, y los franceses habían dado por imposible su traslado. Como Belzoni había demostrado tener ciertos conocimientos de mecánica, se le encargó el trabajo de transportarla.

La primera misión arqueológica de Belzoni comenzó el 30 de junio de 1816, cuando embarcó con su mujer Nilo arriba 'equipado' con unos postes de madera y cuerdas trenzadas con hojas de palmera. También llevaba un permiso que debía presentar al cachef (gobernador local) de la región, Ibrahim, entre cuyas peculiaridades estaba la de su afición a ejecutar a los reos de muerte atándolos a la boca de un cañón y disparando a través de su cuerpo. “Qué clase de país debe de ser este, que puede ser gobernado por un hombre de tan elevada mentalidad”, se lamentó el aventurero italiano.

Contra todo pronóstico (y para bochorno de Drovetti), Belzoni consiguió mover la estatua. Los problemas mecánicos fueron mínimos: “El carpintero había hecho unas andas de madera y lo primero de todo fue colocar el busto encima de ellas. Los fellahs -campesinos- de Gurna, que conocían bien el 'Cafany' (nombre que daban al coloso), pensaban que nunca sería posible moverlo (…) y cuando lo vieron desplazarse lanzaron un grito de asombro. Aunque dicho movimiento había sido el resultado de sus propios esfuerzos, creyeron que era cosa del diablo; y después, al verme tomar algunos apuntes, supusieron que la operación se realizaba por medio de algún encantamiento...”. La escultura se movió utilizando solo cuatro palancas. “Cuando el coloso estuvo colocado en el centro de las andas, ordené que lo ataran bien. Por último, puse algunos obreros delante para tirar de las cuerdas, mientras que otros se ocupaban de cambiar los rodillos”. Los obstáculos arquitectónicos no fueron problema: “Para abrirle paso, nos vimos obligados a romper unas basas de columna”. La estatua fue embarcada por fin el 12 de noviembre.

Belzoni cumplió su misión, por lo que empezó a trabajar para Salt como conseguidor de antigüedades y entró en la competición no demasiado limpia que mantenían Francia e Inglaterra por enriquecer sus respectivos museos. Sin formación académica, sus conocimientos sobre el Egipto antiguo distaban mucho de ser enciclopédicos: era un autodidacta que había leído 'Los nueve libros de Historia' de Heródoto, las publicaciones de la misión francesa de Vivant Denon y la 'Aegyptiaca' de sir William Hamilton. Belzoni detestaba a los eruditos que pontificaban sobre las pirámides, las tumbas y los templos sin haber tocado una pala.

Abu Simbel, visto por Belzoni.

El gigante italiano llevó a cabo su carrera egiptológica en dura competencia con otros aventureros como él. Su libro, un asombroso y trepidante compendio de peripecias, anécdotas y arqueología que ocupa 500 páginas en dos volúmenes, describe métodos de trabajo nada cuidadosos: no dudó en construir una especie de ariete para echar abajo el cierre de una tumba; reventó sarcófagos; pisoteó, aplastó y desmembró momias para conseguir papiros; grabó su nombre en numerosos monumentos -odiaba que sus trabajos fueran atribuidos por error a sus competidores- y se deshizo sin contemplaciones de todos los objetos que, a su parecer, no tuvieran valor. En la parte positiva, cabe destacar que Belzoni era un artista de talento notable que realizó preciosas acuarelas y dibujos de sus trabajos, de los que sus editores sacaron series de litografías.

Conviene tener en cuenta que a principios del siglo XIX todavía faltaba mucho para que la palabra 'arqueología' empezara a utilizarse en un sentido parecido al que tiene hoy. El término venía usándose desde el siglo XVII, pero hacía referencia al estudio de la historia en general. Será en los 'Anales prehistóricos' (1851) de David Wilson cuando la palabra aparezca para referirse al estudio del pasado a través de los restos materiales. En 1880, William B. Dawkins escribió en 'El hombre primitivo' que “los arqueólogos han elevado el estudio de las antigüedades a la categoría de ciencia”. Pero en los tiempos de Belzoni esa actividad oscilaba todavía entre la búsqueda más o menos fina de antigüedades y el saqueo sin contemplaciones. El trabajo del italiano se acercó demasiadas veces a lo segundo.

Un agujero en el agua

Abu Simbel fue descubierto para Occidente por Johann Ludwig Burckhardt el 22 de marzo de 1813. Siguiendo sus indicaciones, Belzoni llegó hasta el templo mayor en septiembre de 1816, donde vio que solo las cabezas de los colosos de la fachada sobresalían de la arena, aunque dedujo dónde se debía de encontrar la entrada y se propuso despejarlo. Descubrió que su rival, Drovetti, había estado allí en marzo, pero sin conseguir nada porque los lugareños se negaban a excavar allí por miedo. “Cuando me acerqué a este templo perdí de golpe la esperanza de poder despejar la entrada, pues los montones de arena eran tan grandes que no veía la posibilidad de llegar nunca hasta la puerta”, recordaría Belzoni. Tras las irritantes negociaciones con el cachef correspondiente, consistentes básicamente en cubrirlo de regalos, el gigante consiguió los permisos para excavar, pero abandonó tras seis días de trabajo. Al retirar la arena solo conseguía que cayera más desde arriba: “Era como intentar abrir un agujero en el agua”.

Pero Belzoni no se resignó. Regresó al año siguiente, con más tiempo, dinero y regalos para el cachef. O los cachefs, porque ahora había dos: Daoud y Khalil. Eran hermanos y cada uno controlaba uno de los márgenes de ese tramo del Nilo. Como observó con desprecio el italiano, tenían que ser sobornados constantemente: el efecto de un regalo desaparecía al día siguiente y era necesario un nuevo agasajo. En cuanto a los fellahs, eran “salvajes”, “primitivos”, “ignorantes y supersticiosos” que no daban ninguna importancia al dinero. Solo se presentaban cuando los cachefs se lo ordenaban con amenazas. Aún así, no hubo dos días seguidos en los que la excavación prosiguiera a buen ritmo. El inicio del Ramadán hizo que los fellahs se volatilizaran. Belzoni tuvo que excavar durante varios días asistido solo por sus cinco ayudantes hasta que consiguió que los peones locales regresaran gracias a uno de los gobernadores, al que tuvo que regalar a escondidas todas las botellas de vino que llevaba en su barco.

El interior del Templo de Ramsés II en Abu Simbel, Visto por Belzoni.

Por fin, y tras retirar una capa de 10 metros de arena, el dintel del acceso del templo excavado en la roca de Ramsés II de Abu Simbel salió a la luz: “Levanté una empalizada para contener la arena y, para mi satisfacción, vi aparecer la parte superior de la puerta a medida que avanzaba la tarde”. Era el 31 de julio de 1817. “Seguimos cavando arena suficiente como para poder entrar esa noche, pero supusimos que el aire de la cavidad estaría viciado y lo dejamos para el día siguiente. Muy temprano, a la mañana del 1 de agosto fuimos al templo muy animados” (…). Una vez dentro, “vimos que se trataba de un lugar enorme. Nuestra sorpresa fue grande cuando nos encontramos rodeados de magníficos objetos artísticos de todo género, de pinturas, de esculturas, de figuras colosales ”. Belzoni dibujó el templo y anotó sus medidas al detalle. El calor “era tan grande -44 grados- que nos costaba mucho trabajo hacer algunos bocetos”. La excavación había durado 22 días.

La tumba de Seti I

Belzoni llegó al Valle de los Reyes en octubre de ese mismo año. Tras inspeccionar el terreno, dedujo por la disposición de los escombros que tenía que haber tumbas inexploradas. Encontró y abrió tres antes de realizar su principal descubrimiento, la tumba de Seti I, el 17 de octubre. “La entrada estaba a cinco metros y medio por debajo del suelo”. Estaba obturada y costó varias horas abrir un pasaje por el que pudiera arrastrarse el coloso italiano. “En seguida comprendí, por la apariencia de las pinturas del techo y por los bajorrelieves con jeroglíficos, que se trataba de una tumba grande y magnífica”. En efecto, es una de las más espectaculares del Valle y la más larga, con 137,19 metros. El sarcófago despertó su admiración: “No tiene igual en el mundo, ni teníamos idea que pudiese existir. Es un sarcófago del alabastro oriental más fino que existe, de 2,86 metros de largo y 1,09 metros de ancho. El grosor es solo de cinco centímetros, y si se coloca una luz en su interior, es translúcido. (…) No puedo dar una idea adecuada de esta pieza de la Antigüedad, de su belleza y de su incalculable valor (…) no ha sido llevado a Europa desde Egipto cosa alguna que se le pueda comparar”.

Este entusiasmo no fue compartido por el agá de Kenneh, que acudió atraído por los rumores sobre el descubrimiento: le dijeron que Belzoni había encontrado un gallo de oro lleno de diamantes y perlas. El excavador lo negó y le mostró las pinturas de las paredes: “No les dirigió más que una mirada distraída, y dijo que aquél sería un buen lugar para hacer un harén, pues las mujeres tendrían algo que mirar. Al final, aunque sólo medio persuadido de que no había tesoro alguno, con gesto de sentirse muy ofendido”.

En la tumba de Seti I, Belzoni tuvo una idea innovadora: ya que no podía llevarse toda la tumba a Inglaterra, decidió realizar un facsímil a tamaño natural y transportable por piezas. En cuanto al sarcófago, Salt pidió 2.000 libras por él al Museo Británico, que no aceptó el precio. Acabó vendido al Museo Soane de Londres, donde todavía se conserva.

En busca de una entrada

Unas semanas después, Belzoni decidió excavar en la pirámide de Kefrén tras observar el trabajo de otro italiano, Giovanni Battista Caviglia, en la de Keops. “La visión del edificio maravilloso que tenía ante mí me sorprendió tanto como la total oscuridad existente a propósito de su origen, su interior y su construcción”, escribió sobre la segunda de las tres grandes pirámides de Giza. “En una época inteligente como la actual, una de las mayores maravillas del mundo estaba ante nosotros sin que supiésemos siquiera si existe algún hueco en su interior o si se trata de una masa sólida”. Según Heródoto, el edificio era macizo y no albergaba cámara alguna. Pero como la experiencia le había demostrado, el historiador griego solía equivocarse “y fue engañado por los sacerdotes egipcios”. “Decidí realizar un examen de cerca (…) sin comunicar mis intenciones a nadie”. En efecto, Belzoni quiso llevar a cabo este trabajo en secreto. Se las apañó para obtener discretamente un permiso de un cachef que se lo cedió con la condición... ¡de que no estropeara ningún terreno de cultivo!

Belzoni entra en la cámara de la pirámide de Kefrén.

Tras examinar la pirámide le llamó la atención una acumulación de escombros en el centro de la base del lado norte. Puso a trabajar allí a 40 'fellahs' y envió otros tantos al lado este, frente al templo. Tras varios días “sin la aparición de la más mínima cosa”, encontró en la cara norte una cavidad que resultó ser un agujero realizado por antiguos saqueadores. Mientras los trabajadores seguían despejando la base, el italiano examinó el monumento y sus alrededores: “Me parece que la Esfinge, el templo y la pirámide fueron los tres construidos al mismo tiempo, parecen estar alineados y son de la misma antigüedad”, concluyó.

Tras la falsa alarma del agujero, Belzoni volvió a la pirámide de Keops para revisar su entrada y descubrió que no estaba exactamente en el centro de la base del lado norte, sino desplazada a un lado. Regresó a la de Kefrén y ordenó a sus trabajadores que excavaran unos 9 metros al este del centro. Los egipcios, cuyo entusiasmo se había apagado considerablemente, empezaron a murmurar y a referirse a Belzoni como 'magnoon' (loco). Un domingo el italiano observó que había gente en lo alto de la Gran Pirámide. “No tuve ninguna duda de que se trataba de europeos: los árabes y los turcos no suben si no es para acompañar a alguien a cambio de dinero”. Para su desesperación, vio descender a los visitantes por la arista más cercana y acercarse a su tienda de campaña. “Naturalmente, después de semejante visita, todos los 'franks' de El Cairo supieron lo que yo estaba haciendo y no pasó un día sin recibir nuevos visitantes”.

El 1 de marzo de 1818 los trabajadores desenterraron por fin el bloque que cerraba la entrada. La piedra fue levantada con palancas hasta lograr una abertura “lo suficientemente amplia para que yo me pudiese deslizar en el interior; y después de treinta días de esfuerzos tuve el placer de encontrarme en el camino de la cámara central de una de las dos grandes pirámides de Egipto”.

Pero dentro no había nada. Solo una cámara sepulcral vacía con un sarcófago abierto en cuyo interior encontraron unos huesos que resultaron ser de toro. Una inscripción en árabe daba testimonio de que la pirámide había sido visitada en algún momento del siglo XIII por “Mohammed Ahmed, maestro cantero”. Algo decepcionado, el italiano dejó su propia señal en letras enormes: “Scoperta da G. Belzoni. 2 mar. 1818”. Belzoni salió con las manos vacías de la pirámide de Kefrén, pero orgulloso porque había demostrado que, al fin y al cabo, contenía una cámara sepulcral.

Inscripción de Belzoni en el interior de la pirámide de Kefrén.

Belzoni y su esposa abandonaron Egipto en septiembre de 1819 y llegaron a Londres en marzo de 1820. El exforzudo fue recibido como una celebridad y saludado como “famoso viajero” por 'The Times'. La exposición de la réplica de la tumba de Seti I se inauguró en Piccadilly el 1 de mayo de 1821. La muestra tuvo tanto éxito que Belzoni decidió trasladarla a París. La gabarra que transportó los paneles Sena arriba pasó por delante del Instituto de Francia el 27 de septiembre de 1822, en el mismo momento en que en su interior Champollion leía el discurso en el que explicaba que había descifrado los jeroglíficos a partir de los textos de la piedra de Rosetta. Champollion visitó la exposición de Belzoni y, animado por la lectura de sus jeroglíficos, decidió viajar a Egipto.

En cuanto a Belzoni, regresó a África con su esposa en 1823 con intención de llegar a Tombuctú desde la costa de Guinea. Contrajo la disentería en Benin y murió en una aldea llamada Gwato. Sarah Belzoni regresó a Londres y siguió publicando los dibujos inéditos de su marido.

Artículo: Julio Arrieta.

Curso on-line