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20 de mayo de 2011

Grandes sarcófagos para los bueyes sagrados


En la entrega anterior habíamos dejado al pobre Mariette agotado en las arenas de Egipto, solicitando una ayuda económica que no parecía segura y ante el riesgo de perder su puesto allí. Pero si su propio gobierno se mostró más que generoso con él, los problemas no tardarían en llegar. Llevado por el afán propio del descubridor, no había solicitado ningún permiso o “firmán” para comenzar las excavaciones y las autoridades egipcias no podían ignorarlo. Durante casi seis meses se paralizaron los trabajos y se confiscaron los artefactos encontrados, por los que ni siquiera pudo hacer un estudio sobre los mismos. La, en apariencia, inocente investigación arqueológica, pasaba a la peligrosa arena de la política internacional, algo que desbordaba por completo a Mariette. El buen hacer del cónsul francés permitió, el 12 de febrero de 1852, la concesión de la ansiada autorización.

La tumba de los dioses

Los meses siguientes representaron uno de los grandes avances de la Egiptología: el gran lugar de enterramiento de los bueyes Apis era descubierto. Lamentablemente ya había sido localizado por ladrones siglos atrás y la mayor parte de sus tesoros habían desaparecido. Aún así la visión tuvo que ser fantástica, con una serie de galerías interminables y docenas de sepulcros de los bueyes sagrados consagrados al antiguo dios Apis –nombre helenizado del Hapu egipcio, una de las formas del dios Path, divinidad creadora y solar–, venerado desde la I Dinastía. La costumbre de momificar animales también se encontraba muy desarrollada en la mentalidad egipcia, pero en este caso era algo especial.

Estos animales se consagraban al dios, siendo una especie de sus representaciones en la tierra. Cada vez que moría el animal sagrado era conservado como una momia y enterrado con todos los honores, asimilándose a Osiris, el dios-muerto que renacía para la eternidad. También en Menfis y otros puntos de Egipto existían necrópolis para “animales divinos”, como las de los monos e ibis sagrados de Tot en Hermópolis. Los últimos faraones de la XVIII Dinastía comenzaron a crear un gran recinto para los bueyes Apis y más tarde Ramsés II (1290-1223 a. C., XIX Dinastía) construyó una enorme galería de 68 metros de longitud. Desde entonces el lugar no dejaría de crecer con los gobernantes posteriores.

El pasillo principal, de 198 metros, con sus nichos para los enterramientos es quizá la sección más impresionante que del conjunto, pero ni de lejos su único elemento destacable. Para completarlo, los faraones Nectanebo I y II, de la XXX Dinastía (s. IV a. C.) erigieron la gran avenida de esfinges que vio Mariette y durante los días de los Ptolomeos y los romanos el lugar mantuvo parte de su esplendor.

A pesar de la falta de tesoros y las escasas momias, el nuevo egiptólogo pudo encontrar los grandes sarcófagos pétreos de los bueyes, auténticas maravillas de la técnica y del esfuerzo humano. Algunos de los 24 ejemplares llegaban a los tres metros de alto, por dos de ancho y cuatro de largo, realizados en granito pulido con un peso de más de 60 toneladas. Con unos pocos restos de figuras votivas el lugar fue el escenario perfecto para recibir visitas de investigadores y curiosos. O dicho de otro modo, un sitio para que Mariette consiguiera más fama y amigos, asombrando a los turistas –gente de alta posición– con las catacumbas y el tamaño de los sarcófagos. Él mismo describía con emoción sus grandes hallazgos:

“Por una casualidad que no acierto a explicarme, una de las cámaras de la tumba de Apis, tapiada en el año 30 de Ramsés II, se había librado de los expoliadores del monumento y tuve la dicha de recuperarla intacta. Tres mil setecientos años no habían cambiado su primitiva fisonomía. Todavía estaban marcados en el cemento los dedos del egipcio que había colocado la última piedra del muro que sellaba la puerta. Unos pies descalzos habían dejado su huella en la capa de arena que se hallaba en un rincón de la cámara mortuoria. No faltaba nada en este último refugio de la muerte donde descansaba, desde hacía casi cuarenta siglos, un buey embalsamado.”

La fama y la gloria

De nuevo en Francia, paseó sus logros por los salones más prestigiosos del país y de Europa, pasando a ser considerado como una de las grandes figuras de la Egiptología. Todo pareció sonreírle en los años siguientes, teniendo un sinfín de puestos importantes a su disposición. Pero si años antes había sido “infectado” por el veneno de lo egipcio, el mal había evolucionado a un estado superior.

Después de saborear los placeres y emociones del trabajo de campo, intentó regresar a su querido Egipto y gracias a sus apoyos volvió a pisar su suelo en 1857. Se suele mencionar a Ferdinad de Lesseps, uno de los responsables directos de la construcción de los canales de Suez y Panamá, como su principal apoyo en este aspecto, pero el lector no debe obviar nunca el brillo propio de la figura de Mariette. Para Francia era un personaje que, con su fama, representaba un estandarte de las glorias de su país y las bondades de su cultura. En una Europa inmersa en sentimientos nacionalistas no era un aspecto que pudiese ignorarse a la ligera.

Con el beneplácito de su nación y el visto bueno de Egipto, que le concedió un barco para sus desplazamientos, comenzó una frenética serie de excavaciones durante ese año. Gizeh, Saqqara, Abidos, Tebas e incluso Elefantina fueron objeto de su interés, algo que incluso mejoró su imagen ante las dos naciones.

El 1 de junio de 1858 fue nombrado “mamur”, que podría traducirse como “director” de los trabajos de antigüedades del país. A partir de entonces la investigación se tuvo que complementar con la administración y la lucha contra el expolio, siendo el impulsor del primer Museo Egipcio de El Cairo –conocido como Museo de Boulaq–. Incluso ayudó a la promoción del país del Nilo que, para mostrarse como una potencia civilizada, decidió erigir un monumental teatro de la opera para estrenar una gran obra. Y aunque el encargado del trabajo fue Giuseppe Verdi, el “asesor” histórico y el responsable del tema de la famosa “Aida” fue este viejo profesor de dibujo y francés. Murió finalmente en 1881, siendo respetado por los círculos académicos europeos y por los propios egipcios, recordando su memoria con una gran estatua en los jardines del museo.

Artículo: Ignacio Monzón.

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