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13 de mayo de 2011

Carter, un tipo a manejar con tino


La ciencia denominada egiptología nace con un personaje tan entusiasta como incómodo (para sus allegados): Jean-François Champollion. Sería el primero en descifrar el Grial de esa nueva ciencia, la Piedra de Rosetta. Obtenida en la expedición científica de Napoleón en el año 1799 a Egipto, fue descubierta accidentalmente, entre un montón de materiales de construcción de desecho, en la ciudad de Rashid (antiguamente, Rosetta), por el capitán Pierre-François Bouchard. Confiscada por los ingleses, acabaría en el Museo Británico, con una inscripción anexa que rezaba:

"Captured in Egypt by the British Army in 1801" (Capturada en Egipto por el ejército británico en 1801). En la parte derecha de la pieza, otra inscripción decía: "Presented by King George III» (Presentada por el rey Jorge III)".

La piedra consta de tres partes, una de ellas escrita en jeroglífico, otra en demótico y otra en copto, la forma de griego usada en la zona por los cristianos. En 1803, un año después de la instalación de la Piedra en el British Museum, aparecería la primera traducción del texto griego. Pero la traducción completa de la piedra, que significaría el comienzo de la comprensión del jeroglífico, no habría de llegar hasta que Champollion completase la tarea en un año muy curioso: 1822.

Un siglo más tarde

El 26 de noviembre de 1922, exactamente un siglo después de la traducción de la Rosetta, el egiptólogo Howard Carter, financiado por el aristócrata Lord Carnarvon, abriría la tumba del único faraón del que apenas seguimos sabiendo nada: Tutankamón.

Pero esa aventura, muy bien documentada en su época, no fue, en absoluto, un paseo tranquilo.

Tras muchos años de aguantar falsedades y desatinos ajenos, Thomas Hoving, egiptólogo y director durante muchos años del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, quiso ajustar datos en todo lo que rodeó la excavación de Carter, y, tras rodearse de la mayor cantidad de documentación posible, dio a luz un buen libro llamado Tutankamón. La historia jamás contada (Planeta).

La verdadera historia

Todo comienza en torno a 1907. En ese momento, el arqueólogo Howard Carter, que ya lleva años buscando tumbas sin descubrir de la XVIII dinastía en el Valle de los Reyes, conoce a un millonario aficionado a la aventura que ha recorrido el mundo, George Edward Stanhope Molyneux Herbert, Lord Carnarvon.

Carter, cuyo máximo ídolo había sido siempre Giovanni Belzoni, un arqueólogo por la vía rápida que había sido forzudo de circo y era, en esencia, un cazatesoros a sueldo del mejor postor, vio en Carnarvon no sólo al mecenas, sino al amigo ideal.

En 1910, Carter decide comenzar a excavar en Deir El-Bahri, cerca de la tumba de Ramsés VI, siguiendo una intuición que ya le había asaltado trabajando en el pasado con otro arqueólogo famoso, Theodor Davis (los dos habían descubierto la tumba de Tutmosis IV). A partir de ahí, el trabajo que da lugar al descubrimiento de la tumba de Tutankamón se ha hecho legendario.

Sin embargo, Hoving descubre que, tras esa honesta fachada dorada, se esconde un negocio de reventa de antigüedades muy productivo. El principal beneficiario, el Met de Nueva York (Herbert Winlock, uno de los excavadores, era secretario de la institución). Pero no sólo. Museos de Brooklyn, Kansas, Cincinatti o Cleveland poseen hoy objetos de la tumba. El resto, evidentemente, está en el Museo de El Cairo.

Uno de los factores más tristes en todo el proceso es la lucha a brazo partido entre Carter (un tipo realmente difícil) y Carnarvon contra el Ministerio de Obras Públicas y Antigüedades egipcio por el reparto del botín.

Al final, triunfa la justicia: los egipcios se quedaron casi todo.

Otra cosa sería lo de la maldición faraónica. Arthur Conan Doyle, padre de Sherlock Holmes, y Rider Haggard, el de Las minas del rey Salomón, advirtieron públicamente del peligro. Acabó por montarse una buena. El propio hijo de Carnarvon decía a la cadena NBC, en 1977, que "ni por un millón de dólares entraría en la tumba de Tutankamón...".

Artículo: Xurxo Fernández.

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