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17 de marzo de 2014

La tumba de Tuya y Yuya en el Valle de los Reyes


En 1905, 17 años antes del sensacional descubrimiento de la tumba de Tutankhamón por Howard Carter, el Valle de los Reyes fue escenario de otro hallazgo que despertó enorme entusiasmo. Su autor fue Theodore M. Davis, un acaudalado mecenas neoyorquino que financiaba excavaciones en Egipto a modo de entretenimiento veraniego. Davis alcanzó notoriedad en 1903 cuando, junto a un joven Howard Carter, localizó varias tumbas, entre ellas la de Tutmosis IV. La que halló en 1905 no era una tumba real, pero poseía un ajuar extraordinario; pertenecía a Yuya y Tuya, un matrimonio noble de la dinastía XVIII, padres de la reina Tiy, Gran Esposa Real de Amenhotep III.

En 1905, Davis se hallaba ausente del Valle de los Reyes, pero su equipo se encontraba trabajando en la zona desde el 25 de enero, en un lugar situado entre las tumbas de un hijo de Ramsés III y la inacabada tumba de Ramsés XI. El 5 de febrero apareció el arranque de una escalera y cuando despejaron la arena descubrieron la puerta de acceso a una tumba. Entre el 6 y el 11 de febrero, los trabajadores egipcios retiraron los cascotes que se acumulaban ante la entrada procedentes de la excavación de las tumbas vecinas en época ramésida, lo que contribuyó a que la ubicación de la sepultura permaneciera en el olvido durante milenios. Tras despejar los escombros apareció una puerta clausurada con pequeños bloques de piedra que presentaba el sello de la necrópolis real: un chacal y nueve cautivos.

Una puerta sellada

La esperanza de haber descubierto una tumba intacta quedó disipada al descubrir, en la parte superior derecha, una apertura practicada en la antigüedad y que hacía presagiar que la tumba había sido saqueada. Como la noche se echaba encima decidieron apostar guardias armados en la entrada. Además, Arthur Weingall, un joven egiptólogo de 25 años que acababa de ser nombrado inspector jefe de Antigüedades del Alto Egipto, resolvió quedarse a dormir allí para mayor seguridad.

Al día siguiente llegaron al lugar James Quibell –antecesor de Weingall en su cargo–, Gaston Maspero –director del Servicio de Antigüedades egipcio– y el propio Davis; los tres habían sido puntualmente avisados del descubrimiento. Reunidos todos ante la entrada, los obreros retiraron los bloques y pudo vislumbrarse un corredor descendente. Tras él había una segunda puerta, también sellada y con otro agujero practicado por los ladrones, que habían dejado desperdigados algunos objetos en su huida. Gaston Maspero intentó colarse por el agujero, pero era un hombre corpulento y no pudo pasar, por lo que los impacientes arqueólogos tuvieron que esperar a documentar la entrada para acceder al interior.

Un fabuloso tesoro

Weingall describió en una carta a su esposa lo que hallaron en la cámara funeraria, una sala sencilla y sin decoración: «Durante unos momentos no pudimos ver nada, pero cuando nuestros ojos se acostumbraron a la luz de las velas vimos un espectáculo que puedo decir con seguridad que ningún hombre vivo ha visto jamás. La cámara era bastante grande, una caverna tosca. En el centro había dos enormes ataúdes de madera con incrustaciones de oro. Las tapas habían sido arrancadas por antiguos saqueadores y los ataúdes internos se habían desplomado, de modo que las momias habían quedado expuestas [...] Gaston Maspero, Theodore Davis y yo nos quedamos allí boquiabiertos y casi temblando [...] Realmente pasmados, paseábamos la mirada por las reliquias de la vida de hace más de tres mil años».

En medio de un silencio expectante, los arqueólogos fueron vislumbrando los objetos que componían el ajuar funerario: el carro ligero de Yuya, que fue en vida Comandante de Carros de Guerra del faraón, armas, cofres, muebles de gran calidad (entre los que había tres hermosas sillas), instrumentos musicales, objetos de aseo, vestido y adorno personal… También hallaron un ejemplar del Libro de los muertos en un papiro de casi 20 metros. Algunos objetos llevaban el nombre de la princesa Satamón, nieta de los difuntos, lo que sugiere que tal vez la joven los colocó allí como un gesto de cariño hacia sus abuelos.

Las momias de Tuya y Yuya se hallaban a la vista. Sus máscaras funerarias habían sido arrojadas a un lado y los cuerpos habían sido desvendados por los ladrones, que rebuscaron entre el lino para extraer las joyas. Por fortuna, los saqueadores no dañaron en exceso los cuerpos, que estaban en excelente estado de conservación. Ante la visión de los propietarios de la tumba, la emoción pudo con Davis, que tuvo que sentarse. Colocado ante la momia de Tuya, le pidió disculpas por haber irrumpido en su morada eterna.

El vaciado de la tumba

Todos los objetos empezaron a ser embalados y catalogados con rapidez para evitar posibles hurtos.

Durante el proceso, los arqueólogos quitaron el sello de una jarra de alabastro y vieron que contenía una mezcla espesa de miel que aún desprendía olor. «Cuando vi aquello por poco me desmayo –dijo Weingall–. La extraordinaria sensación de encontrarte mirando una jarra de miel tan líquida y pegajosa como la que se come en el desayuno y pensar que tiene 3.500 años de antigüedad fue tan paralizante que se siente uno como si estuviera loco o soñando». En la sala también había contenedores de carne, parte del alimento que consumirían Yuya y Tuya en el Más Allá.

Durante más de una semana, los trabajos siguieron y los objetos fueron saliendo del interior de la tumba para ser llevados en barco hasta la seguridad del Museo de El Cairo. El 25 de febrero la tumba había sido completamente vaciada y Weigall suspiró de alivio cuando volvió a su trabajo habitual. Pero el joven arqueólogo no pudo olvidar la sensación que les embargó cuando contemplaron el contenido de la tumba y la visión de los antiguos rostros de Tuya y Yuya: «Todos nos sentimos cara a cara con algo que parecía revolucionar todas las ideas humanas del tiempo y la distancia».

Artículo: Elisa Castel (National Geographic).

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