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8 de septiembre de 2011

Los Ushebtis de Tutankhamon


La tumba de Tutankamon, descubierta intacta por Howard Carter en 1922, supone una magnífica muestra de las creencias funerarias del Antiguo Egipto y sus objetos rituales, y nos permite conocer desde algunas de sus técnicas constructivas hasta pormenores de la  vida cotidiana.  Entre las montañas de piezas que acompañaban al faraón, se contaba este shabti de madera de casi medio metro de altura.

El shabti es un trabajador que, convenientemente invocado conforme al capítulo VI del Libro de los Muertos, sustituirá al fallecido al que acompaña en sus quehaceres postmortem. Es por ello habitual que este capítulo, de título muy explícito (Fórmula para que un respondedor -shabti- ejecute los trabajos para alguien en el Más Allá), aparezca escrito en el cuerpo de los shabtis, ya sea completo o en versión abreviada, como en este caso. Es muestra del carácter mágico que los egipcios dan a la escritura: la sola mención escrita de la función del shabti la perpetua.  
 
La existencia de shabtis contiene una de las habituales contradicciones que surgen al contrastar nuestros conocimientos del Antiguo Egipto, lamentablemente parciales e imcompletos . La religión egipcia promete una vida idílica e igualitaria despues de la muerte. Sin embargo, después de la muerte el egipcio aun debe trabajar, y solo podra zafarse de esta obligación si su poder adquisitivo en vida le permitió hacerse con una pequeña cuadrilla de sustitutos. La perspectiva de tener que trabajar después de muerto debió aterrar a Tutankamon, que se procuró una cuadrilla a prueba de contratiempos, de más de cuatrocientos sustitutos, entre los que esta pieza destaca por su calidad como una de las más valiosas, solo equiparable a un par de shabtis, como el catalogado por el Museo Egipcio de El  Cairo como JE60828, del mismo ajuar.

Tanto el ajuar de Tutankamon en general como este shabti en particular expresan perfectamente las ambiguedades de una sociedad inmersa en una restauración religiosa, una sociedad estática que acepta tímidamente leves contaminaciones. El padre de Tutankamon, el faraón Akenaton, había vuelto la espalda al panteón egipcio, en particular a su dios principal en el Nuevo Imperio, Amon, consagrando su fe tan solo al dios Aton, del que el faraón era portavoz único.

En consecuencia, había trasladado la capital desde Tebas, la ciudad de la que Amon era dios principal, a una nueva ciudad, Aketaton (Tell el-Amarna en árabe). Detrás de este aparente cambio religioso se oculta un verdadero tejido de intrigas políticas, puesto que este nuevo credo descalificó a toda la oligarquía religiosa, que ostentaba el poder fáctico en Egipto, despojándola de la fuente de su poder. A la muerte de Akenaton, y tras un par de regencias  poco claras, fue encumbrado como faraón su hijo, un joven Tutankaton, dominado por el clero tebano, que ve en él la posiblidad de retomar su perdida influencia.

Pronto, aconsejado por estos, abandona Aketaton, volviendo a Tebas, y cambia su nombre por el de Tutankamon. Los sacerdotes de Amón se apresuraron en restaurar el antiguo status quo, y hacer olvidar al difunto Akenaton, pero su efímera revolución religiosa no iba a ver borradas sus huellas.

El radical cambio de credo de Akenaton exigió una serie de modificaciones importantes en la plasmación del poder a través del arte. Tutelados por el propio monarca, los artistas de Aketaton tuvieron que ajustarse a un nuevo patrón descarnadamente realista, que deformaba las peculiaridades físicas del soberano (y, por ende, de la corte) de forma caricaturesca, exagerando las caderas, y los labios, alargando el mentón y el fino cuello, que se precipita al frente dejando una leve giba a su espalda, y, sobre todo, dando a la expresión un recogimiento místico que expresa el fervor religioso a través de la melancolía, de una cierta tristeza.

La contrarreforma del clero tebano a través de Tutankamon pretendió restaurar las convenciones artísticas anteriores al faraón hereje destruyendo su patrimonio artístico y, sobre todo, eliminando los rasgos estéticos más evidentes de las convenciones de representación. Pero la más íntima sensibilidad del arte amariense  pervivió inborrable, grabada en todo el resto del arte egipcio.

Esta dicotomía entre lo tradicional y lo innovador se hace patente en este shabti, retrato de Tutankamon donado por el general Minnakht para su ajuar funerario. Los rasgos más superficiales del arte amariense no se encuentran en él, salvo, si se quiere, una tímida giba,  que carece de interés dada la concepción frontal de la talla, habitual en la escultura egipcia, ya que solo se aprecia levemente en el perfil.

Su mentón, su nariz, sus grandes ojos,  sus labios, y sus sutiles mejillas, a pesar de ser rasgos retratísticos, construyen una fisionomía bella, armónica y equilibrada, completamente idealizada conforme a la geometrización de los rasgos faciales tan habitual en el realismo conceptual egipcio, que reduce la fisonomía no a un estudio naturalista que muestre las peculiaridades de un instante casual, sino a la exposición didática de los rasgos reducidos a su expresión más clara y objetiva, sin detenerse en detalles insignificantes.

Huyghe equipara esta concepción a la del arquitecto, que prefiere para trabajar las proyecciones en plano a la imagen casual de una fotografía. Así, los escultores egipcios lograron magistralmente aunar el retrato individualizado y reconocible con el distanciamiento frío propio de seres superiores que confiere la absoluta geometrización sintética.
 
Es también característica de la estatuaria egipcia su concepción compacta. Un siervo eterno no puede ser frágil y, por tanto, perecedero, así que su postura deja los mínimos puntos de debilidad posibles.

La momificación en que se representa el shabti favorece esta perdurabilidad, puesto que simular esta ceñida mortaja de lino implica que el cuerpo tome una acusada forma cilíndrica que se estrecha y ensancha a lo largo de la anatomía del faraón, pero que carece de aristas, entrantes o salientes. Aunque los brazos, cruzados sobre el pecho en gesto osiriano propio de una representación funeraria, destacan en esa columna que es la momia, se pegan al cuerpo y se renuncia a tallar las aristas que generaría su intersección con el pecho.

La muñecas, que debieran sea más finas, son demasiado anchas y los dedos más que tallarse se señalan con incisiones propias del relieve. Solo la cobra uraeus, símbolo del poder abrasador del sol que protege al faraón y pertenece a la iconografía del Bajo Egipto, destaca levemente en volumen, pero aparece en una flexión imposible aplastando su cabeza contra su cola para reducir la debilidad de la escultura en este punto y hacerla lo más compacta posible.

Se aprecia a la perfección en esta talla otro rasgo del sutil y efectivo arte egipcio. El faraón, a pesar de su poder y su rango sobrehumano, no es un ser amenazador, que infunda temor a sus comtempladores. No es siquiera severo o auntoritario. Es innecesario. Su calmada actitud es absolutamente condescendiente, altiva, conocedora de su clara superioridad.

Esta estática frialdad, tranquilidad  imperturbable, muestra que su posición superior es tan obvia como innecesario ostentar su poder de forma agresiva, y, además, muestra al faraón como holgadamente capaz de cumplir con su función en el mundo, la de mantener los ciclos naturales asegurando la prosperidad. Esta tendencia se hace especialmente patente en el Imperio Nuevo. La invasión de los hicsos había mermado el prestigio de la institución faraónica.

Un dios encarnado que pasa una parte de su existencia liderando a los hombres no puede ser vencido por un pueblo de simples mortales como los hicsos, para más inri nómadas de cultura muy pobre. El faraón tendrá que mostrarse en un escalafón intermedio entre la humanidad y los dioses, deberá asumir su faceta humana, que le convierte en cuestionable.

Por tanto, debe mostrarse siempre como merecedor de su rango y como líder ideal, garante de los ciclos naturales, lo que hace surgir el arte propagandístico e incrementa en el catálogo de representaciones del faraón la plasmación de su absoluta seguridad en sí mismo desde la sutilísima voluntad de expresión psicológica del Nuevo Imperio.

Estas convenciones de representación pasan al bagaje artístico egipcio, y se aplican también en piezas cuya finalidad no es la contemplación, como es el caso de ésta. Además, es una forma de que el general Minnakht se posicione ante los círculos influyentes como partidario de Tutankamon, muestra su sumisión al poder del faraón tratando de ganar prestigio.

La representación de Tutankamon como un joven, aunque se aplica prácticamente a todos los monarcas, mostrándolos perfectos, en su momento de mayor plenitud, no tendría por qué ser en este caso un rasgo de idealización que se separase del realismo descarnado amariense, puesto que el faraón contaba, en el momento de su muerte, unos dieciocho años. 
 
Su delicado acabado, de líneas suaves, refinado y de gran calidad, su carácter andrógino, y su lujo ostentoso, fruto de la influencia oriental, son muestras del retorno a las convenciones artísticas del Imperio Nuevo anteriores a Akenaton. La calidad de la madera está perfectamente extraída, con acabado muy fino. La habilidad del escultor se hace patente en el tratamiento de las formas esféricas del casco Kheperesh, corona de significado desconocido, tal vez bélico o sustituto del cuerpo momificado en caso de desaparición, perom en cualquier caso, de uso extendido en el Nuevo Imperio.

Muchos autores fechan el inicio de la tradición de ambigüedad sexual en el rostro a mediados de la dinastía XVIII, de la que Tutankamon es uno de los últimos representantes. Es también propia del Imperio Nuevo una ligera reducción de la musculatura. Tutankamon no es de complexión atlética, pero sus refinadas formas son las de un joven en plenitud de fuerzas. Su collar, un ancho usej, joya ritual que proporciona a la momia el poder de librarse de sus vendajes, es de pan de oro, metal divino, imperecedero, que condensa el brillo del sol. Es una clara ostentación de riqueza y lujo.

Lo mismo sucede con la cobra uraeun, la cinta que delimita el comienzo del casco, y el flagelo nejej, que, junto con el callado keka, forma parte de la iconografía faraónica (así como de múltiples representaciones del poder en diversas culturas), e identifíca al faraón como Osiris, señor del Más Allá. Además, como atributo tomado de la iconografía del pastor, lo muestra en la posición jerarquizada del conductor que protege y dirige, confiriéndole autoridad. 

Queda claro que la figura tiene multitud de rasgos que entroncan directamente con la tradición del Imperio Nuevo, Sin embargo, aunque sus restos fuesen destruidos, no desaparecío nunca la sensibilidad del arte amariense, que ha quedado sutilmente impregnada en el arte contrarreformador, enriqueciéndolo en matices. El cuello desafía la composición compacta de la escultura, que es levemente sacrificada en una ligera estilización.

Los cuellos anteriores al faraón Akenaton son compactos, anchos, incluso se acortan ligeramente para evitar la debilidad de la pieza. Aquí, sin embargo, se toma esta leve licencia. Las orejas tampoco son plenamente ortodoxas, puesto que no están sometidas de forma rígida a la geometrización. Son grandes y su forma recuerda a las de Amarna, más salientes en su parte alta y baja que en el centro, y con sus líneas curvas que enmarcan el rostro de forma cóncava contribuye a incrementar la sensación de verticalidad propia de los rostros amarienses.  
 
Posee, además, el más significativo legado de el-Amarna. La ya mencionada fría expresión de la seguridad altiva no lo es tanto. A pesar de su duro hieratismo, altivo distanciamiento del ser superior, permite un resquicio de delicada espiritualización en su expresión soñadora, de tímida melancolía mística que, apacible, dulce y reflexiva, deja traslucir una cierta tristeza. 
 
Es quizá lo que confiere a este shabti mayor valor, su sutil gesto, capaz de condensar, además de toda la fría, hierática teatralidad, digna de un personaje elevado, esa cálida humanidad de su delicado ensimismamiento, que le confiere el recogimiento místico propio de su papel como líder espiritual, aunque de manera mucho más sutil que a las esculturas de Akenaton. Esta delicada ensoñación en su fisionomía se logra gracias a la extraordinaria habilidad en la talla del cedro, material caro por ser  importado,  y por tanto lujoso a pesar de ser madera.

El acabado es muy fino, delicado, y, para compensar la ausencia de calidades en la talla de madera, se subrayan con pintura negra las líneas de expresión más significativas de la fisionomía, las pupilas y contorno de los grandes ojos blancos, las cejas y los labios, con sus marcadas comisuras, así como los orificios nasales, el kepresh y los orificios para pendientes en las orejas, de carácter ritual. Muy probablemente los pigmentos sean vegetales y estén disueltos en goma arábiga, como era lo más habitual en los negros del Antiguo Egipto, los colores de la muerte y la conservación eterna. El suave acabado muestra una talla detallista, que equilibra el rosto resaltando su expresividad pero sin alterar su aspecto de delicada calma.
 
Es, por tanto, una figura de iconografía y tipología preclaras, pero su magnífica calidad técnica y su ambigua expresividad, delicada y rica en matices e influencias, la convierten en una pieza excepcionalmente valiosa, muy representativa de la época de contrarreforma a que pertenece.

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