Para los faraones del Imperio Nuevo, Kush era importante no sólo por sus yacimientos de oro, sino también para establecer un corredor comercial camino del mar Rojo. Por ello dirigieron numerosas incursiones para dominar y pacificar la zona, que quedó bajo el mando de un virrey de Kush con los títulos de «Hijo del rey» y «Guardián de las Tierras de Oro del Señor de las Dos Tierras». El virrey se encargaba de asegurar las rutas comerciales y enviar a Egipto los tributos anuales, en particular el oro extraído en los yacimientos kushitas. Por ello, era también competencia suya supervisar el buen funcionamiento de las minas. Para reforzar el control egipcio sobre la zona, a partir del reinado de Tutmosis II se impuso la costumbre de educar a los hijos de los gobernantes locales en la corte faraónica, con el fin de «egipcianizarlos» y hacerlos retornar a su país convertidos en fieles partidarios de la cultura egipcia. Otros no tuvieron tanta suerte y viajaron a Egipto en calidad de cautivos y prisioneros.
En busca de la mina perfecta
Durante los Imperios Antiguo y Medio, las explotaciones mineras en Egipto se hicieron en minas a cielo abierto, en las laderas de las montañas o en los wadis, cauces de ríos secos. De estos últimos se extraía oro de aluvión, al que llamaron nebu-en-mu. Se trataba de una minería intensiva de superficie, en zanjas, basada en prospecciones sistemáticas y bien organizadas. A partir del Imperio Nuevo se pasó a explotar minas subterráneas; el oro se localizaba en vetas de cuarzo, mezclado con pizarra y granito, materiales abundantes en Nubia. La explotación del oro parece haber sido un monopolio real, por lo que todo lo obtenido por canteros y mineros engrosaba la hacienda del Estado y una parte se destinaba a los templos principales.
La explotación de las minas estaba cuidadosamente organizada. Ante todo, un equipo de sementiu, es decir, de prospectores especializados, capitaneados por un director y acompañados por un escriba, recorría el desierto en busca de lugares para extraer el oro. Una vez localizados, informaban a su superior en Nubia, el cual debía cerciorarse de que el lugar era accesible, la calidad del oro era aceptable, y había suficiente agua para abastecer a animales y hombres así como para las labores de lavado del oro. Si todo era favorable, se emitía un informe que se mandaba a la corte para que ésta lo aprobase y se emprendieran los preparativos para la expedición.
En la corte se reunía entonces a los obreros especializados, que llevarían consigo sus herramientas, y otros cargos de responsabilidad, como los «encargados del oro» y los «escribas contadores de oro», que debían pesar y registrar el metal hallado, y los «encargados de los trabajadores de oro», los funcionarios que tenían que supervisar a los mineros. Los carros tirados por asnos recorrían la ruta del desierto a través de los oasis en lugar de hacerlo por el Nilo. Mientras tanto, en Nubia se reclutaba a las cuadrillas de trabajadores que harían el trabajo más duro.
Ya en la mina, los hombres se alojaban cerca del lugar de trabajo, en cabañas de piedra, llamadas «las casas de los mineros» o «casas de la ciudad de los trabajadores de oro». Algunos también podían instalarse en unos cobertizos temporales, donde guardaban sus herramientas y que les servirían de cobijo mientras los filones no se agotaran. Asimismo, se disponía una guardia que controlaba y vigilaba el lugar y a los propios trabajadores frente a la amenaza de ladrones. Una de sus unidades la formaban los «jefes de los arqueros de oro», hombres reclutados en Nubia y muy considerados por sus habilidades militares. La pena más leve para los robos en las minas era de cien azotes o la devolución de ocho veces la cantidad robada.
El duro trabajo de los mineros
No hay duda de que el trabajo en la mina era extraordinariamente duro. Primero había que perforar la roca para abrir túneles y pozos, algunos de hasta cien metros de profundidad; luego era necesario afianzar estas cavidades para que no se desplomaran sobre las cabezas de los obreros. Los mineros se veían obligados a trabajar en cuclillas o suspendidos por cuerdas durante muchas horas, alumbrados sólo por lámparas de aceite. Así iniciaban la extracción del cuarzo aurífero, empleando herramientas de madera, dolerita y cobre. Si la veta de cuarzo aurífero se detectaba a mucha profundidad (a partir de 30 metros), se hacía sentir la falta de oxígeno, por lo que era necesario practicar conductos de ventilación. En el interior de la mina, los canteros disponían de agua potable que guardaban en odres. Dadas estas difíciles condiciones de trabajo, no es de extrañar que la fuerza de trabajo la formasen beduinos acostumbrados al clima, prisioneros y criminales, y que todos ellos estuvieran férreamente vigilados por personal egipcio.
La roca que se extraía de las minas se machacaba en morteros de piedra, un primer triturado del que, al parecer, se encargaban hombres adultos. En 2007, un equipo norteamericano de la Universidad de Chicago descubrió en Nubia, en un lugar llamado Hosh el-Geruf, a 362 kilómetros al norte de Jartum, 55 piedras para moler el mineral y luego cribarlo para localizar las pepitas de oro. Después, los fragmentos se molían golpeando con bolas de piedras duras sobre losas planas, hasta pulverizarlos completamente. De este trabajo solían encargarse mujeres y quizá también niños.
A continuación, el material se lavaba sobre una losa inclinada con un pequeño canal en el centro. Las partículas de oro se hundían en el agua y se adherían a la losa, mientras que el polvo de cuarzo era arrastrado por el agua a través de la hendidura. El lavado se hacía al pie de la explotación, pero si no había suficiente agua (hacía falta mucha) el mineral se trasladaba a algún punto cercano a la orilla del Nilo.
Si el oro extraído tenía muchas impurezas era necesario refinarlo. Para este trabajo había que calentarlo y molerlo en morteros y después someterlo a otro lavado. Los egipcios raramente obtuvieron oro de 24 quilates. Casi siempre estaba mezclado con plata y cobre en distintas proporciones; lo que consideraron oro puro tenía, en realidad, un 75 por ciento de oro y un 25 por ciento de otros metales. Cuanto más alta fuera la proporción de plata y cobre, más se acercaba a lo que denominamos electro.
El traslado a la corte
El metal se guardaba en bolsas de cuero rojo y se llevaba al «contador de oro» para que lo pesara en una balanza en cuyo contrapeso había unas piezas con el símbolo del oro . Bajo este signo se marcaban unas líneas verticales –rectangulares o en forma de ganado– que indicaban su peso en deben (un deben equivalía a 91 gramos de oro). Todo este proceso se llevaba a cabo delante de los «escribas contadores de oro», responsables de registrar el metal extraído y que especificaban el tipo de oro que se guardaba en las bolsas: en bruto, refinado, en pepitas, en polvo... Cuando la cantidad era grande, se llevaba a través del wadi hasta la orilla del Nilo, donde se subía a los barcos para llevarlo a la corte.
El regreso se hacía con una fuerte escolta. Los registros cuentan que una expedición procedente del Wadi Hammamat «fue escoltada por cincuenta carrozas y diez carros empujados por seis bueyes cada uno». A todos los miembros de la expedición se les pagaba con pan y cerveza, en cantidades que variaban entre 10 y 100 panes y entre una y cinco jarras de cerveza, dependiendo de la importancia de su cargo. Las comitivas podían alcanzar dimensiones importantes. El oficial Ameni, en un texto datado en el año 38 del faraón Sesostris I, habla de expediciones anuales compuestas por 17.000 hombres, acompañadas de cerveceros, molineros, panaderos y sirvientes, un número sin duda más propagandístico que real, si bien es cierto que lo que relata es una expedición para llevar piedras destinadas a la construcción a Egipto, algunas ya labradas y convertidas en estatuas y esfinges. En cualquier caso, las cantidades de oro recogidas podían ser considerables. Los Anales de Tutmosis III cuentan que entre los años 32 y 42 de su reinado, el faraón obtuvo una aportación media anual de 1.555,2 kilos de oro de Kush y 24.561 kilos de oro de Wawat.
Una vez el oro llegaba a Egipto, sólo quedaba fundirlo en los hornos, a una temperatura no inferior a 1.064 ºC, y volcarlo sobre los moldes para obtener de este modo lingotes, aros, etcétera. Luego, el material se refinaba y se dividía en porciones más pequeñas o en finas láminas que podrían ser trabajadas al fuego en crisoles, con rudimentarios sopletes alimentados con fuelles. Los orfebres ponían el resto para que las pepitas de las remotas minas nubias se convirtieran en un bello brazalete, una delicada diadema o, por qué no, la máscara funeraria de un faraón.
Artículo: Elisa Castel (National Geographic).