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3 de mayo de 2011

Hatshepsut: la hija de Amon


La reina Hatshepsut, protectora de las artes más que jefe militar, ordenó la construcción de un monumento fúnebre para sí misma y para su padre Tutmosis I, eligiendo un inaccesible valle ya consagrado a la diosa Hathor que, en forma de vaca, acogía a los difuntos en el más allá. Tras su abandono, se instaló en el monumento de la reina Hatshepsut un convento cristiano conocido como «Convento del Norte», que dio a la zona el actual nombre de Deir el-Bahari. Es necesario reconocer que la providencial instalación del convento en el templo faraónico, lo preservó de ulteriores destrucciones.

La gran intuición del arquitecto-ministro Senmut fue la de explotar al máximo el dramático abanico de rocas color ocre que se despliega por detrás del valle. También la concepción del monumento era nueva, revolucionaria, tanto, que el templo de Hatshepsut, que los antiguos denominaron «Djeser-Djeseru» (El más Espléndido de los Espléndidos), es un ejemplar único en la arquitectura egipcia.

Hatshepsut y el poder

Hatshepsut es una de las estrellas de primera magnitud de la historia egipcia. Su papel histórico se consideró tan extraordinario, que la imaginación novelesca egiptológica se apoderó de ella para convertirla en una intrigante corroída por la ambición. Cuando su padre, Tutmosis I, abandonó el mundo de los hombres para reunirse con los Dioses, Hatshepsut, una joven de 15 años según unos, de 20 según otros, se convirtió en la gran esposa real de su hermano Tutmosis II, cuyo reinado duró 14 años, durante los cuales Hatshepsut dominaba todos los asuntos del país. Entra entonces en escena un muchacho, Tutmosis III, que se pretende era hijo de Tutmosis II y una concubina. A la muerte de Tutmosis II, el joven Tutmosis III, designado faraón, debía contar entre 5 y 10 años, edad que le incapacitaba para hacerse cargo del gobierno. Conforme a la tradición, la esposa real Hatshepsut, recibió el encargo de ejercer la regencia; su sobrino, que ocupaba el lugar del rey difunto como faraón de las dos tierras, reinó en el trono del que le había engendrado -dice un texto- mientras su tía Hatshepsut, la esposa del Dios, se ocupaba de los asuntos del país. Con las dos tierras bajo su gobierno, se aceptó su autoridad y el valle se le sometió. Los textos antiguos precisan que Hatshepsut conducía los asuntos de Egipto según sus propios planes y el país inclinó la cabeza ante ella. Su reinado duró más de 22 años y era muy próspero y activo en los campos económico y artístico; al contrario, era un reinado muy tranquilo en el campo militar.

La fama de Hatshepsut ha eclipsado a las regentes y reinas faraones que la precedieron, debido a la larga duración de su reinado y la relativa abundancia de documentación arqueológica sobre ella. Si estudiamos atentamente su rostro, advertiremos que es en todo conforme al ideal faraónico, bastante alejado de una visión romántica y pícara.

Por naturaleza, un faraón de Egipto es eternamente joven y, en general, resulta vano estudiar los retratos de la estatuaria sagrada de los faraones. Como era costumbre, los escultores crearon la imagen simbólica de una Hatshepsut divinamente hermosa y eternamente joven. La tipología de la reina presentaba estas características: ojos almendrados, nariz larga, recta y fina, mejillas lisas, boca pequeña, labios delgados, barbilla menuda, una mujer bonita, felina, de fina sonrisa.

El segundo mes de la estación invernal, el segundo año del reinado de Tutmosis III, tuvo lugar un acontecimiento extraordinario: el oráculo del Dios Amón, en el templo de Karnak, prometió a Hatshepsut que en el futuro sería reina. Sin señalar los hechos precisos, resulta muy sorprendente que Hatshepsut no empezara a reinar en estas fechas, sino que fue coronada 5 años después.

Aunque su nombre no figura en las listas de los faraones descubiertas hasta la fecha, Hatshepsut es conocida por otras fuentes, y su condición de faraón reinante no ofrece ninguna duda. Según los estudios más recientes, el reinado de Hatshepsut era contemporáneo del de Tutmosis III, sin decretar el año primero, motivo por el cual la tradición le atribuye 22 años y 9 meses de reinado, cuando al parecer sólo gobernó durante 15 años. Por otra parte, Hatshepsut asoció a Tutmosis III a varios actos oficiales, como la explotación de canteras o la inauguración de los proyectos del Estado. Resulta claro que se superpusieron los dos reinados, situación que se repetiría en varias ocasiones a lo largo de la historia faraónica, pero esta vez el período del reinado en común fue especialmente largo. No cabe duda que debemos renunciar a la teoría de un conflicto entre Hatshepsut y Tutmosis III.

El Templo de Millones de Años

Deir el-Bahari es el templo de millones de años de Hatshepsut, el lugar donde se rinde culto a su Ka, asociado al de su padre, Tutmosis I; es también la residencia de Amón, el Dios oculto, y de Hathor, la Diosa del amor divino. El Alma de Hatshepsut, protegida por las divinidades, conoce una regeneración perpetua. Los vestigios que podemos contemplar en la actualidad han conservado su carácter sublime, por más que algunas de las restauraciones realizadas deberán rectificarse. En otros tiempos, el lugar poseía un esplendor hoy en día casi desaparecido: ante el templo se desplegaban jardines llenos de árboles y estanques que aportaban frescura al lugar. Verdaderamente era aquella la puerta de un paraíso, indicado por la presencia de dos leones de piedra, encarnación del ayer y del mañana. En aquel lugar existía un templo construído durante el Imperio Medio por Montohotep. Hatshepsut se vinculaba de este modo a una tradición que había captado el carácter sagrado del lugar; el acantilado también servía de pared de fondo al último santuario, ofreciendo una formidable sensación de verticalidad y de ascenso a lo divino.

Se ha conservado el texto de la dedicatoria que fuera pronunciada por la misma Hatshepsut: «He construído un monumento para mi padre Amón, Señor de la Eternidad; he erigido este vasto Templo de Millones de Años, cuyo nombre es El Sagrado de los Sagrados, de bella y perfecta piedra blanca, en este lugar consagrado a él desde el origen». La reina debió conocer una de las mayores alegrías de su reinado al recorrer la avenida bordeada de árboles que llevaba al templo; en el aire flotaban perfumes de incienso; en el agua de los estanques con forma de T, navegarían pequeñas barcas durante la celebración de los ritos destinados a alejar las potencias nocivas. El templo era una serie de vastas tierras que mediante rampas ascendían al último santuario; otra avenida de esfinges y obeliscos daba acceso a la primera terraza, cerrada al fondo por un pórtico formado por 22 pilares y flanqueado por dos pilastras osiríacas, del que partía una rampa que conducía a la segunda terraza, también cerrada por un pórtico con dos filas de pilastras cuadradas.

La expedición al País de Punt

El reinado de Hatshepsut fue uno de los más pacíficos, pero también fue uno de los que más favorecieron los terrenos económico y científico. Ya 4.000 años antes del famoso explorador Colón, la reina egipcia mandó una poderosa expedición para descubrir el continente africano y las fuentes del río Nilo, no sólo por motivos comerciales o coloniales, sino también por motivos científicos y por curiosidad. En la segunda terraza del templo, hermosísimos bajorrelieves narran la expedición al misterioso País de Punt.

El dios Amón se dirigió al corazón de su hija, ordenándole que aumentara la cantidad de ungüentos destinados a él, e ir a buscarlos muy lejos, a la tierra de Dios: el País de Punt. Hatshepsut no se desplazó físicamente, sino que fue su Espíritu el guía de la expedición.

Al cabo de largos debates, que sin duda continuarán, se desprende que éste, El Dorado africano, estaría situado en los parajes de la costa de Somalia. Pero el viaje a Punt no es sólo una búsqueda de perfumes y esencias sutiles, ya que en el bajorrelieve se observan jirafas, simios, leones, pieles de pantera y objetos de marfil; los textos se limitan a hacernos saber que los marinos llegaron a Punt al término del feliz viaje, pues no en vano habían llevado consigo un grupo escultórico que representaba a Amón y a Hatshepsut, gracias al cual quedaba conjurado todo peligro.

El jefe de los marinos

El paisaje fascinó a Nehesi: palmeras, datileras, cocoteros y árboles de incienso. Los nativos que vivían en chozas sobre pilotes a las que accedían mediante escaleras, parecían pacíficos; no obstante, Nehesi tomó algunas precauciones elementales: se presentó acompañado de una pequeña escolta, escasamente amenazante, ya que los soldados egipcios llevaban consigo algunos regalos en forma de collares, brazaletes, perlas y vituallas. El recibimiento fue de lo más caluroso. La familia reinante de Punt y los dignatarios se inclinaron ante los enviados de Hatshepsut. Los dignatarios de Punt no ocultaron su sorpresa: ¿cómo habían hecho los egipcios para llegar a esta región cuyo emplazamiento ignoraba el resto de los mortales? ¿habían recorrido los caminos celestes, habían llegado por agua o tierra? El relato nada dice de las explicaciones geográficas.

Se levantó un pabellón en el que se celebró un banquete; en el menú no faltaron ni carne, ni verduras, ni frutas, también se ofrecieron vino y cerveza. Para el regreso, los egipcios cargaron mirra, marfil, maderas preciosas, antimonio, pieles de pantera, sacos llenos de gomas aromáticas, sacos de oro, bumeranes y árboles de incienso, cuyas raíces envolvieron cuidadosamente con esteras húmedas. También embarcaron monos y perros, a los que, no nos cabe duda, no les faltaron buenos amos en Egipto. En el centro de Punt se erigió una estatua de Hatshepsut y Amón. A su llegada a Tebas fueron recibidos con una fiesta; la población se había congregado en gran número en los muelles y dio la bienvenida a los expedicionarios con cantos y bailes.

El nacimiento sagrado

En las paredes de la segunda terraza, hermosísimos bajorrelieves narran el nacimiento y la infancia de la reina. Un faraón no es un oportunista ni un banal personaje; no le eligen los hombres, sino que son los Dioses quienes lo forman.

Desde el huevo, en el ser de un rey de Egipto, se superponen un individuo humano, perecedero, acerca del cuál nada dicen los textos, y una persona simbólica, inmortal, de la que se nos habla profusamente. Por esta razón, al convertirse en faraón, se proclama el nuevo nacimiento sagrado de Hatshepsut como monarca; un nacimiento relatado en el escenario del templo. El relato va destinado a las divinidades y no a los hombres, para que aquellas reconozcan al nuevo faraón digno de reinar. Para describir este episodio tan desconcertante a nuestros ojos, los eruditos inventaron la expresión «teogamia», es decir, matrimonio con un Dios. Esto es lo que nos revelan los bajorrelieves del templo: «Ahmose, la esposa real de Tutmosis I, se hallaba en su palacio; al verla, el dios Thot se llenó de gozo; el maestro de las ciencias sagradas se dirigió a Amón para anunciarle que acababa de descubrir a la que estaba buscando» (el nombre de Amón sintetiza la potencia divina, que expresa a la vez el secreto de la vida y su manifestación más deslumbrante).

«Después de haber consultado a su consejo, Amón decidió el nacimiento del nuevo faraón. El Dios adoptó la apariencia física de Tutmosis I y se introdujo en la cámara donde la reina se encontraba descansando; ésta despertó al percibir el maravilloso perfume que su real y divino esposo esparció a su alrededor. En el palacio quedó el aroma del País de Punt, la lejana comarca donde crecen los árboles de incienso.

Abrasado de amor por la visión de la reina, Amón se dirigió a ella, haciéndole de su amor y su deseo; ella se sintió feliz al contemplar su belleza; el amor divino recorría sus miembros, extendiéndose por todo su cuerpo, y el Dios y la reina se unieron en un abrazo. Amón declara: «Hatshepsut, ese será el nombre de la hija que he depositado en tu cuerpo; ella ejercerá la función de faraón». El Dios concedió a la hija las cualidades necesarias para gobernar, la fuerza creadora, la facultad de juzgar con ecuanimidad y la de conducir a su pueblo hacia la plenitud.

Cuando llega el momento del nacimiento, el Dios está presente al lado de la gran esposa real; le presenta la llave de la vida y ordena al alfarero divino, el Dios Jnum, que modele en su torno a Hatshepsut junto a su Ka, su alma; dicho de otro modo, que una en el mismo ser lo mortal y lo inmortal.

El alfarero utilizó la carne de Amón, un material abstracto y luminoso, para modelar dos niños: el rey humano y su Ka. Al nuevo ser se le concedieron vida, fuerza, estabilidad y alegría, asistido por las divinidades, las fuerzas universales y los genios protectores del nacimiento.

Hatshepsut esparcirá la prosperidad en torno a ella, reinará sobre Egipto y sobre los países extranjeros. Jnum llevó su obra a buen término y condujo a la reina a una sala especial donde se había instalado un gran lecho. Amón presenta a su hija a los Dioses del Alto y el Bajo Egipto, que admiran su belleza: «Amadla -les dice-, confiad en ella, pues ella es el símbolo viviente de Amón, su representante en la tierra, nacida de la carne del mismo Dios». Según los bajorrelieves del templo, al nacimiento de la reina le siguió inmediatamente su coronación; el ritual probablemente tuvo lugar en el templo de Karnak, donde Hatshepsut fue reconocida como faraón legítimo.

Más allá de la avenida de árboles y palmeras, se revelaba el rasgo principal de la arquitectura de Deir el-Bahari; con su disposición en terrazas puntadas rítmicamente por varios pórticos, la mirada se orienta entonces hacia lo alto, hacia la terraza superior, donde se halla el santuario, el lugar más sagrado de todo el monumento; en él se celebraban varios cultos: el de Anubis, guía de los justos por los caminos de Más Allá, y el de Hathor. En la capilla consagrada a la Diosa, la vemos con la forma de una vaca lamiendo la punta de los dedos de Hatshepsut, a la que en ese modo transmite la energía celeste y la facultad de resucitar. También con apariencia de vaca, Hathor amamanta a la reina, que, al absorver la leche de las estrellas, conoce una eterna juventud. En la terraza superior, Hatshepsut aparece representada como Osiris, cruzando las puertas de la muerte para renacer y convertirse en un nuevo sol, venerado en el santuario de Ra.

El templo de Deir el-Bahari es, asimismo, el lugar donde se conserva la memoria de los acontecimientos principales del imperio egipcio. Un templo egipcio es un ser vivo al que se le da un nombre. Deir el-Bahari se llamaba Djeser Djeseru, «El Sagrado de los Sagrados» o «El Espléndido de los Espléndidos». Mucho tiempo después de la muerte de Hatshepsut, Deir el-Bahari fue reconocido como un lugar donde se expresaba lo sagrado; en él se celebraba la memoria de los grandes sabios, como Amenhotep, hijo de Hapu, e Imhotep, primer ministro de Zoser, arquitecto, mago y médico, al que los enfermos acudían para pedirle que les sanara el alma y el cuerpo.

Articulo: Sameh El Hefnawy.

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