Nos construyeron como los guardianes del templo funerario de Amhenothep III en la mágica ciudad de Tebas, a la que hoy llaman Luxor. En el antiguo Egipto, los templos funerarios no eran cosa sencilla; por el contrario, eran algo a lo que se destinaba tiempo, dinero y esfuerzo, para garantizar el viaje del alma a la otra vida.
A nosotros nos tallaron sobre bloques de cuarcita que trajeron desde Gebel el-Amar, por orden expresa del arquitecto del templo, para presidir la entrada monumental. El tamaño del templo era de aproximadamente 7 campos de futbol, tenía cientos de estatuas, muros con bajorrelieves, santuarios secretos. En su tiempo era uno de los edificios religiosos más ornamentados del mundo. Todo para honrar al gran Amenhotep III.
Hijo de Tutmosis IV, Amenhotep III, también conocido como Imenhotep III o Amenofis III, llegó al trono siendo apenas un adolescente, a la muerte de su padre. Además de su esposa principal, Tye, quien pertenecía a una noble familia egipcia, Amenhotep III tenía un harén con mujeres de otros países para sellar alianzas de paz. Era un líder astuto que prefería las palabras a las armas. Trabajó duro para preservar la paz y fomentar el comercio, ordenó la construcción de varios templos en el delta del Nilo.
Bajo su patrocinio, los artistas experimentaron con nuevos estilos de esculturas y relieves esculpidos en las paredes del templo. Amenhotep III y Tiya fueron padres del príncipe Tutmosis, quien murió muy pequeño, y de su segundo hijo, quien lo sucedería con el título de Amenhotep IV al que más tarde se le conocería como Akenatón.
Nosotros, los mal llamados Colosos de Memnón, somos los únicos restos visibles del que fuera el templo funerario de Amenhotep III. Digo mal llamados porque nos construyeron para representar al faraón, el nombre de Memnón, es helénico y lo recibimos mucho tiempo después. A pesar de la magnífica planeación y el cálculo con el que construyeron el recinto, no pudimos escapar a la fuerza de la tierra. Un terrible terremoto en el 1200 a.C., destruyó prácticamente todo el edificio dedicado al monarca. Nosotros, junto con pocas columnas y muros, quedamos de pie.
Otro fuerte terremoto, en el año 27 a.C., sería el que daría inicio a nuestra leyenda. A raíz de los daños que sufrimos, empecé a cantar. Sí, a cantar. Este canto se convirtió pronto en una de las mayores atracciones turísticas del mundo antiguo. Personalidades de todas partes venían a escucharme.
Las crónicas de la época dicen que el sonido que emitía era similar al de una lira fuera de tono. Era tan impresionante que hasta el mismísimo emperador Adriano con su esposa Sabina, vino a escucharlo.
Los griegos, por su parte, decían que era la imagen del mítico guerrero Memnón, hijo de la Aurora, que había muerto en un enfrentamiento con Aquiles, y según la leyenda, cada mañana saludaba con un gemido la aparición de su madre por el horizonte. Hay una explicación lógica pero en esas épocas no la conocían.
Resulta que cuando el sol calentaba la grieta en la piedra con sus primeros rayos en la mañana, el cambio de temperatura provocaba que emitiera mi característico crujido. Algunos se refieren a mí todavía como “el Coloso parlante” lo cierto es que no he vuelto a emitir un sonido desde que me restauraron a principios del siglo III, por mandato del emperador Septimio Severo.
Después de estar solos durante milenios, ocurrió lo impensable. Hace pocos años los arqueólogos han “descubierto” a nuestro hermano pequeño, quien después del terremoto quedó destrozado y fue cubierto por el fango y la arena. Así permaneció por siglos. Le llamamos pequeño porque mide 3 metros menos que nosotros, que alcanzamos los 18. Después de más de una década de conservación y consolidación, nuestro hermano nos acompañará a dar la bienvenida a quienes nos visitan en la necrópolis de Luxor.
A veces sueño que reconstruyen el templo de Amhenotep III. Aunque puede sonar como algo imposible, hemos esperado milenios, nada nos cuesta esperar un poco más.
Artículo: Fernanda de la Torre Verea.